Risas y más risas se echaría, de estar viva, la Princesa Gracia de Mónaco (Grace Kelly para muchos) al leer lo que pone la Wikipedia de su retirada y abandono de una prometedora carrera cinematográfica por su matrimonio con Rainiero: "La noticia causó sensación en Hollywood, pero supuso que se retirara y finalizara su carrera cinematográfica, ya que el pueblo de Mónaco no podía permitir que su princesa apareciera de pareja con otros hombres en la pantalla". Vistos la normalidad y el desenfado con que su prole y descendientes se han tomado las relaciones amorosas, de saberlo en 1956, Gracia fijo que habría intentado compatibilizar las tareas de su trono en Hollywood con las de su otro trono en Mónaco.

Se cumplen 60 años de una de las bodas más mediáticas y recordadas de todos los tiempos y los monegascos ya se han ido acostumbrando al poco ortodoxo comportamiento de su familia real en lo que a relaciones sentimentales se refiere. Ya apuntaban maneras los ciudadanos de La Roca (en lo de no escandalizarse) en 1956 cuando su joven y guapo príncipe decidió casarse con una oscarizada actriz estadounidense, famosa por ligarse a las estrellas masculinas del momento, quienes caían rendidos ante la rubia jovencita de aspecto ingenuo de familia bien de Philadelphia. Rainiero no fue menos, se enamoró perdidamente de Gracia y así se lo hizo saber a sus súbditos. El empeño del príncipe demostraría, a la larga, que no se equivocó, pues con su presencia Mónaco no hizo otra cosa que resurgir de sus cenizas y convertirse en la meca de los millonarios de medio mundo que buscaban (y buscan) cobijo para sus fortunas y pantalanes en los que atracar sus lujosos yates mientras se divertían en las fiestas más glamurosas y chic del momento.

El de Gracia y Rainiero ha pasado a la historia por ser un amor de verdad, de cuento, aunque en este caso no tuvo final feliz: el trágico accidente de coche que acabó con la vida de la princesa en 1982 marcó al soberano monegasco, quien dicen que nunca levantó cabeza y aún tuvo que vivir 23 años más, los justos para ver más dramas familiares y sufrir como padre el díscolo comportamiento de sus tres hijos -Carolina, Alberto y Estefanía- y de algunos nietos.

Pero los Grimaldi son mucho Grimaldi, van siempre con la cabeza bien alta, su imagen sirve como la de ninguna otra familia real europea (por muy modosa y diplomáticamente correcta que ésta sea ) a los intereses de su pequeño país y ahí están todos juntos, guapos y elegantes, posando en familia unida y bienavenida, para los saraos oficiales que se precien. El último, el pasado noviembre, el de la Fiesta Nacional, dejó una estampa familiar que hace más por el bien de Mónaco que cualquier acto oficial y solemne de la reina Letizia, por mucho que ésta no haya roto nunca un plato. Al fin y al cabo Gracia Patricia Kelly era una guapa joven de familia acomodada de EE UU (su padre triunfó en el mundo del ladrillo) y su único pecado era ligar mucho, algo que al otro lado del charco no era tan grave como entre la biempensante e hipócrita sociedad americana de los años 50 que, por ejemplo, tardó décadas en perdonar que Ingrid Bergman le pusiera los cuernos y abandonara a su marido por el italiano Roberto Rosellini.

A principios de abril de 1956 el "SS Constitution" arribó a la Riviera Francesa tras ocho días de travesía por el Atlántico. A bordo iban Gracia, su familia, su perro y una corte de periodistas dispuestos a contar a medio mundo qué hacía, qué comía, qué bebía, por qué reía o lloraba, cómo se peinaba o vestía la que sería la próxima princesa de Mónaco. Ésta, a sus 27 años, iba dispuesta a no defraudar. Y no lo hizo. Elegante, bella y discreta, si primero encandiló a Rainiero, luego lo hizo con el resto de ciudadanos de La Roca y los del resto de Europa. Se le atribuyen logros como suavizar las relaciones con Francia cuando el país galo amenazaba con entrar a saco en Mónaco y desmontar el chiringuito, o incluso salvar el trono para su marido ante una posible conspiración de la hermana de éste, la princesa Antoinette, para echarlo. Antoinette, por cierto, al más puro estilo Grimaldi, también hizo gala de una vida sentimental disipada y caótica con hasta tres hijos fuera del matrimonio. Murió hace cinco años y para entonces las relaciones familiares ya se habían vuelto a encarrilar.

Libre de familiares políticos que amenazaran su reinado, Gracia y Rainiero desplegaron todo su glamour para hacer de Mónaco la meca de las grandes fortunas. Tuvieron tres hijos a los que siempre llevaban a sus actos oficiales y mamaron desde la cuna la elegancia y saber estar de su madre, quien invitaba a palacio o a sus residencias de verano a antiguos amigos de Hollywood como Cary Grant o James Stewart. Nunca quiso Gracia que Carolina, Alberto y Estefanía perdieran vínculos con su familia americana. Y así fue. Prueba de ello es que el Príncipe Alberto acaba de comprar la casa de Philadelphia donde nació su madre, con motivo del 60.º aniversario del matrimonio de sus padres, donde piensa ubicar la sede de la Fundación Grace. Quizás más complicados fueron los últimos años del matrimonio, al que siempre acecharon los rumores de infidelidades y divorcio, si bien nunca nada se demostró.

La desolación se instaló en Mónaco cuando Gracia murió tras perder el control del coche que conducía por La Turbie (cuentan que quien lo conducía en realidad era la joven Estefanía, de 17 años). Ya había tenido tiempo a disgustarse por los amoríos de su hija mayor, Carolina, quien entregada a la dolce vita desde bien joven, se había casado con el playboy Philippe Junot, de quien se divorció dos años después. Las caras de Rainiero y Gracia en las fotos de la boda, en 1978, lo dicen todo. Lo que vino después es de sobra conocido. Para escándalo de las biempensantes monarquías europeas, las siguientes generaciones Grimaldi han hecho lo que siempre les ha venido en gana, sin cortapisas ni restricciones. Dinero y glamour no les falta. Pero nobleza obliga y ahí están siempre que Mónaco les necesita. Como Gracia y Rainiero lo estuvieron cuando hizo falta.