La amenaza de lluvia sembró de incertidumbre la tarde del Miércoles Santo. Eran los minutos previos al Juramento del Silencio y la directiva analizaba con la ayuda de los expertos de la Agencia Estatal de Meteorología si convenía sacar o no al Crucificado a la calle. Efectivamente cayeron algunas gotas, pero las previsiones permitieron celebrar la parte central de la procesión, la plegaria y el Juramento de Silencio en la Plaza de la Catedral, sin ningún tipo de problema, aunque, ante las estimaciones, la cofradía optó por el itinerario corto.

El sonido de la Bomba, que sonaba en bucle, paró. Se hizo el silencio unos instantes. El chelista Jaime Rapado interpretó la obra "El juramento" de Enrique Satué, y la impresionante talla del Cristo de las Injurias avanzó por el atrio de la Catedral escoltado por los directivos del Silencio y eméritos.

La noche cae en Zamora y el hermano Manuel Javier Peña Echevarría, pronunció su plegaria cargada de religiosidad. Tras él, el obispo de Zamora, Gregorio Martínez Sacristán, en una de sus primeras apariciones públicas tras ser trasplantado de riñón en Navidad, tomó juramento a los miles de cofrades arrodillados ante la imagen del Cristo de las Injurias. Un escalofriante "sí, juramos", atenuado en parte por el terciopelo de los caperuces, respondió a la demanda del prelado que minutos antes había agradecido que se sacara en procesión "a esta la bella imagen expresión de nuestra fe".

En una sincronía perfecta las filas de hermanos comenzaron a abandonar lentamente la plaza de la seo hacia calles hasta ahora nunca transitadas por el Silencio en su recorrido procesional. Por la arbolada de la plaza Antonio del Águila el cortejo enfiló rumbo a la rúa del Silencio, denominada en honor de la hermandad y donde se encuentra la propia sede de la cofradía que este año celebra los diez años de la concesión de título de real por la Corona.

El silencio era absoluto. Lo interrumpía únicamente los clarines y los tambores que acompañaban a los incensarios y, a veces, el llanto de un bebé. El manto de rojo terciopelo serpenteaba por el casco antiguo. La carencia de ruido se fundía con el intenso olor a incienso dispensado por el pebetero de la Torre del Salvador, renovado el pasado año, y por el del la cúpula.

El ritmo ágil de los hermanos del Silencio era algo más rápido de lo normal quizá por el riesgo de precipitaciones. La impresionante imagen del crucificado del siglo XVI, que está vivo, agonizando o muerto según el lado desde el que se mire y ante el que los zamoranos se santiguan y muestran su respeto, pudo contemplarse únicamente hasta la Plaza Mayor, el punto por donde estaba previsto que se acorta para alcanzar el Museo de Semana Santa. Ante la iglesia de San Juan pasó veloz y la entrada al centro museístico fue un poco caótica. La lluvia acorta la noche del silencio que empatiza con el padecimiento de Cristo.