Se encienden las teas en la iglesia de San Vicente y un cortejo de estameñas blancas inicia la vigilia por un rey que recorre las calles de su ciudad sobre la cruz en la que espera su Buena Muerte. Cruz inclinada para, en sus últimas horas allí, observar a los cientos de fieles que se agolpan desde la plaza del Fresco en todo el lento caminar por las calles del casco antiguo de la ciudad.

Hay silencio en toda Zamora, roto únicamente por dos tambores destemplados que van marcando el paso de la hermandad por Balborraz y por el coro de la Buena Muerte que entona composiciones como "Pater" o "Tenebrae" mientras descienden por una calle que se va estrechando hasta entrar en los barrios bajos y acariciar Jesús en su cruz, las paredes de cada callejuela zamorana.

Oscuridad iluminada por cada hermano de túnica monacal, de faja de arpillera y de pies descalzos o con sandalias donde Balborraz se une con la Plata y donde el río Duero viene fiero por las lluvias de los últimos días; donde las luces de la ciudad no llegan y la procesión se esconde absorbida por la calle Zapatería en la que es el preludio

Crepitan las teas por Zapatería y la ciudad vuelve al medievo para observar cómo en la plaza de Santa Lucía se elevan las voces de los hermanos, inundadas de dolor, para entonar el "Jerusalem, Jerusalem" de Miguel Manzano. Un rezo hecho cántico que encoge el corazón de los presentes en la plaza, en sus balcones o asomados en los miradores al Duero de la ciudad amurallada. Zamora volvió a salir a sus calles, fiel a la cita, para oír el canto en latín que ya forma parte de todos.

Una cruz guía la procesión con el nombre de los hermanos fallecidos, una cruz que sirvió de guía, por primera vez, a los diez nuevos hermanos que este año acogieron a Jesús en su Buena Muerte.

La noche se adueña de la ciudad y la Hermandad Penitencial del Santísimo Cristo de la Buena Muerte vuelve a ascender entre los muros de San Cipriano para volver al templo de origen previo paso por el arco de Doña Urraca donde la procesión parece detener el tiempo mientras los ocho cargadores llevan a Cristo hasta una iglesia de San Vicente donde todos los hermanos ya esperaban, iluminando con el fuego purificador de sus teas, para cantar el "Vexilla Regis" en un acto íntimo y privado reservado para quienes habían acompañado al crucificado.