Debo confesar que no he leído "Mujercitas" (1868), aunque conozco -supongo que los lectores también- su argumento por varias de las adaptaciones realizadas para el cine. Entre las que recuerdo están la de 1949, con una joven y bellísima Elizabeth Taylor, y la de 1994, protagonizada por Winona Ryder, en el papel de Josefine. La popular novela de Louisa May Alcott tiene como escenario la Guerra de Secesión Americana (1861-1865), al igual que "Cold Mountain", escrita por Charles Frazier, en 1997, también llevada al cine, e interpretada en sus papeles principales por Jude Law, Nicole Kidman y René Zellweger. Ambas, son historias protagonizadas por mujeres, convertidas en involuntarias heroínas de un momento histórico convulso y cruel, para el que la vida nos las había preparado. Es el tesón el que permite a Josefine ser escritora, con lo que esto suponía para una mujer de su época, educada para casarse, a ser posible con un hombre de posición, y ejercer de sumisa esposa y abnegada madre. Ada, la frágil y educada protagonista de Cold Mountain, a la que la guerra deja a la intemperie, constituye una lección de valor, de lucha ante las adversidades que traen -especialmente a las mujeres- todas las guerras, y su superación gracias a la ayuda de Ruby, una mujer ruda que es su antítesis, pero a la que necesita para salir adelante. En el pasado mes de enero el papa Francisco, en la entrevista concedida al periódico El País, evocaba el ejemplo de las mujeres de Paraguay, artífices silenciosas de la reconstrucción de su país tras el fin de la Guerra de la Triple Alianza, contemporánea también de la Guerra Civil Americana. Estas historias nos hablan de la valentía de las mujeres ante las dificultades. En una "guerra" más doméstica y menos cruenta, si se me permite la metáfora, las mujeres creyentes zamoranas parecen haber renunciado a exigir su legítima participación en todas las cofradías de Semana Santa. La primera de las batallas ganadas, su incorporación en 1988 a la Hermandad de las Siete Palabras, resulta hoy pírrica y lejana. Hace tan solo unos años su entrada en las cofradías del Santo Entierro, Vera Cruz, Espíritu Santo, Borriquita y Jesús del Vía Crucis parecía que venía a normalizar una situación que no es un gesto de generosidad, sino un derecho, recogido por la Iglesia. Parecía entonces que no habría nada que impidiese formasen en las filas del resto de cofradías, pero los claros varones que gobiernan la cosa, y la pusilánime postura del Obispado, han dejado pudrir el asunto, solución que no hace sino aplazar su resolución, en el único sentido posible: decretar su incorporación. Hay que reprochar también a las mujeres su cansancio frente a la natural gallardía que más arriba hemos ponderado. Los debates de los últimos años deberían haber zanjado de una vez por todas la cuestión. Sin embargo, en mi opinión, se ha argumentado poco y mal, escenificándose incluso alguna que otra astracanada, como aquella surrealista reconciliación de cofrades y cofradas en el Museo de Semana Santa, ante las cámaras de Telecinco, en la que sin pudor alguno una directiva, no recuerdo bien de qué cofradía, repetía bobaliconamente: "Los fieles no tienen sexo", para significar que el Código de Derecho Canónico, no establece (c. 298) distinción entre hombres y mujeres a la hora de constituir asociaciones. La celebración en Zamora del III Encuentro Nacional de Mujeres Cofrades (2008), pese a exigir del obispo imponer por decreto la apertura de las hermandades a las mujeres, tampoco dio ningún resultado, pues la cautelosa respuesta fue dejar en manos de las asambleas la decisión, lo que equivale a apostar por el no. Y aunque en entrevista concedida a este periódico, en 2010, afirmó "Sólo daría un baculazo (sic) si una cofradía se pone en un caso extremo y niega el acceso a la mujer", nada ha hecho. Esta racial negativa de los cofrades tiene como principal argumento la tradición. Las cofradías surgieron en una época en la que a la mujer le estaba vedada la cercanía a lo sagrado, toda vez que era uno de los enemigos del hombre: demonio, mundo y carne. La carne, para los que no estudiaron el catecismo, es la mujer. Se acogen en definitiva a razones culturales. En las cofradías siempre hubo mujeres, aunque es cierto que les estuvo prohibido salir en las procesiones vistiendo túnica penitente. Pero tampoco tenían derecho a votar, ni podían adquirir bienes sin consentimiento de sus esposos. Que las viejas cofradías zamoranas se sirvan -que no es el caso- de esta argucia se entendería, pero que las que aún no tienen un siglo de existencia abracen la retrógrada doctrina del nacional-catolicismo para defender su tozudez, resulta cínico. La defensa de la tradición -que sirve de tapadera al machismo- deja de manifiesto que aunque se llamen asociaciones religiosas, no lo son, pues entre otras cosas, no practican la caridad. Sobre las "múltiples formas de machismo que consideran a la mujer de segunda clase", ya ha clamado el Papa, al parecer con escaso éxito. Además, una razón cultural no debe ni puede primar sobre otra de fe. De esta falta de caridad participa también el obispo diocesano, toda vez que, colocándose de perfil, se alinea con los que les niegan un derecho reconocido. Además, no tiene excusa alguna, ya que decretar que las mujeres formen parte de cualquier asociación religiosa no es una decisión arriesgada, toda vez que otras muchas diócesis lo hicieron hace años, sin que haya temblado el misterio. Se entienden las reservas de don Eduardo Poveda, cuando permitió por primera vez la entrada de las mujeres en la Hermandad de las Siete Palabras, pero aún así dio su consentimiento. Lástima que no fuese más allá autorizando su entrada en todas, como le aconsejó su amigo y compañero de promoción, el entonces obispo de León, Antonio Vilaplana. Frente al desafío que supone que algunas cofradías incumplan el derecho y hagan oídos sordos a las exhortaciones pastorales, no caben paños calientes. Aquí también hay que ponderar la valiente respuesta del arzobispo de Sevilla, Juan José Asenjo, al decretar en 2011, "en aras de la seguridad jurídica", la entrada de las mujeres en todas las hermandades, incluso en la Centuria Macarena. No hay en esta reivindicación una manifestación más de la rampante ideología de género, ni un populismo irresponsable, sino sencillamente una apelación a la normalidad. ¿A qué vienen pues tantas reservas? Nihil obstat - no hay obstáculo - pues para que así sea. Por si a don Gregorio Martínez le falla la memoria le enumeraré aquellas en las que a la mujer se le niega este derecho: Hermandad de Jesús en su Tercera Caída, Hermandad Penitencial del Cristo de la Buena Muerte, Hermandad del Stmo. Cristo de las Injurias, Hermandad de Jesús Yacente, Cofradía de La Esperanza y Cofradía de Jesús Nazareno (estas dos últimas impropiamente mixtas, pues no permiten a las mujeres vestir túnica). Estén tranquilos los guardianes de la tradición, sobre todo los que gobiernan clubes exclusivos, caso de la Hermandad de Penitencia, vulgo de "Las Capas", ya que con las actuales listas de espera, sus ojos no lo verán, y por tanto no será necesario que se traguen el sapo, si es que el obispo cumple con su obligación. Otra cosa, el decreto, si llega, debería ser de aplicación para todas, y obviamente para toda la diócesis. Veremos.