Cualquier paisaje descubre un cementerio porque lo señala un manojo de cipreses que emerge de unas tapias. Sobre el raso infinito de los campos de Castilla, son sus señas de identidad mas ciertas. Cuando en la lejanía atisbas una procesión de puntas de árboles mirando al cielo, recortada su altura por una tapia blanca casi siempre, sabes que allí está la muerte recogida, guardada, celebrando cada día la inevitable ceremonia del final. Verticalidad del ciprés cruzada con la horizontalidad de la tierra. En el camposanto el adiós no es una palabra o un gesto. Es la verdad, entera, cruel, que entra con el ataúd en el vientre de la tierra. Como si de un poema desordenado se tratase, quedan allí los versos vacíos de los huesos, es decir, nada. O todo, según el corazón del hombre.

Sin embargo, por extraño que parezca, allí crece la vida cada día. Anidan en los cipreses, bandadas de palomas, ajenas a símbolos y hados, que se aplican en el zureo con alas de deseo y picos de ansiedad. Pasan las cigüeñas, muy de mañana, camino de las charcas y los lodazales en busca de alimento. Gorriones, estorninos y golondrinas hacen suyo ese pedazo de aire y lo dominan con sus revoloteos incesantes o sobrevuelan ese apacible prado de silencios y siguen su camino. El sol, cada día, cuando asciende y se sienta en su trono, gobierna todos sus espacios, llenando de luz oquedades y orillas, cruces, vértices, nichos. En las sosegadas tardes del otoño, la lluvia descorre todos sus velos desde un cielo inacabado de plomo y llora, mansa e inconteniblemente, por entre los sepulcros y las flores. En las mañanas de niebla espesos cortinajes de frío se enroscan en los cipreses, desplomándose sobre las sepulturas y cubriendo sus perfiles. Y en las noches limpias del estío vigilan el lugar las estrellas y la luna alumbra y blanquea la inmensa soledad allí guardada.

Se alinean las sepulturas en inacabables filas de mármoles de luto tapizados de ceniza, lápidas de granitos suntuosos, cementos alicatados de guijarros, enrejados de artístico hierro fraguado en otro tiempo y ahora revestidos de orín, cadenas colgantes que ya solo ensamblan olvidos y soledades. Y por donde quiera que mires, aparece una legión de flores ajadas, racimos fríos que un día simularon ser fruto de tierra y agua, que se agarran a los floreros con sus arterias de alambre y extienden su descolorida piel por entre los nombres de los muertos.

De vez en cuando, en las largas hileras de tumbas aparecen montículos de tierra simple, sayales de tierra abrazados a la misma tierra, sin otra huella que una cruz desvencijada. A veces ni siquiera la fe se posa sobre ella. Solo una leve prominencia denuncia allí un entierro lejano, sin identidad, sin inscripción alguna. Es un bulto amasado por los años, prensado de tiempo, condenado a tener en sus entrañas unos huesos olvidados, ignorados, sin nombre. Nadie ha removido ese resalto, ni siquiera ha posado sobre él la palma amorosa de la azada para redondearlo y enlucirlo.

En el camposanto, entre los pasillos agrietados por la vejez, se miden las distancias, las eternidades, los silencios, los olvidos, las incurias, las orfandades. En aquel huerto de desconsuelos crecen, como si fueran zarzas, deserciones de amor y contradicciones de espíritu, promesas vulneradas, creencias apostatadas, traiciones alevosas, sueños rotos, ilusiones desvanecidas. Allí caben la fe, el fetichismo, el desapego, la incredulidad. Anidan juntos el olvido y la desesperación.

Sin embargo, la Luz y la Vida reinan, sobre todo, en el lugar donde una simple sepultura tenga hendida en su seno una cruz vertical, pomposa o pobre, alta o pequeña, aldeana o solemne. En todas esas cruces están la Luz y la Vida fundidas en un solo sacramento de amor. Allá donde hay una cruz de cabecera, están vivas estas palabras: «Yo soy la Resurrección y la Vida» (Jn, 11, 25). Y con ellas basta.

En el cementerio de los nuestros, que esta noche de la Pasión es cenáculo de memorias, aguardan bajo la tierra la resurrección final quienes aprendieron a desearla y pedirla en el credo. Y quienes celebraron con devota y zamorana unción la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesús, año tras año, todos los tiempos de sus vidas. Allí vamos hoy con el corazón a llamarlos a todos por sus nombres, tiempos, trabajos, devociones y sangres y a ponerlos en pie como signos amados de Luz y Vida. Allí vamos a quererlos de nuevo porque para nosotros nunca estarán del otro lado de la vida, nunca.