El 22 de abril de 1955 Ángel Quintas Calzada solicitaba del gobernador civil autorización para trabajar de fotógrafo, pese a estar cubiertas las dieciocho plazas asignadas a la ciudad. Quintas regresaba a Zamora, a la casa de sus padres, en la calle de la Horta, tras una corta estancia en Barcelona donde había ejercido como observador fotógrafo aéreo, en la empresa Trabajos Aéreos Fotogramétricos. Tenía entonces 24 años, estaba soltero y disponía de una cámara Kodak Retina, y objetivo Xenar F 3,5/50 mm, "único medio de vida de que dispongo por mi enfermedad". Su solicitud sería admitida, no sin antes "pedir informes del interesado y si son buenos cursar de la DGS (Dirección General de Seguridad) autorización dado el caso de excepción"; autorización que le sería concedida, estableciéndose, no obstante su condición de "reporte", en un pequeño local en la céntrica plaza de Santiago. Su reconversión profesional le obligaría a dejar las alturas, y descender a la pequeña y provinciana Zamora que le vio nacer, una ciudad, por otra parte, de escala y pulso muy distintos de la gran urbe catalana. En ese descenso metafórico se ganó el pan haciendo fotos para el carné de identidad, pero su natural creativo le llevaría también a escudriñar en la cotidianidad de aquella ciudad del alma, a la que Claudio Rodríguez regresó en "Conjuros".

La Semana Santa ofrecía a Quintas, entre otros ingredientes, el retrato colectivo de la todavía ciudad levítica, que su cámara documenta, además de adentrarse en la investigación formal. Así, ante sus ojos pasan la legión de seminaristas -aquellos "cangrejos a medio cocer" que eran parte del su paisaje y paisanaje- camino de la Catedral, ya en la solitaria mañana de Ramos, ya en la tarde del Viernes Santo, cuyo luto cobija un cielo plomizo, que hace más gris la atmósfera, y al que añade solemne gravedad el golpear de la botas de la tropa. O la licencia excepcional que permite la mirada curiosa de las novicias que se agolpan en las ventanas y azotea de la casa madre del Amor de Dios, cuando pasa la procesión por la rúa, con la luz del sol tibio de poniente, en la tarde del Viernes Santo.

Tampoco desprecia el escenario por el que discurren las procesiones: el de una ciudad de escala pequeña, aún a la medida de la celebración, en el que, junto a la monumentalidad de la Catedral y la modernidad de la arquitectura del ensanche, convivían el caserío humilde de los Barrios Bajos, con calles aún sin pavimentar, o la realidad cuasi rural de Olivares, San Frontis o Cabañales. La escala la daban también los espectadores, todavía pocos, los de casa, que entonces sumaban algo más de cuarenta y dos mil. Y entre ellos los endomingados niños que pueblan las primeras filas, de miradas perplejas, ante el policía que saluda y se cuadra cuando pasa por La Farola el grupo La Oración del Huerto, o cuando no con semblante serio o taciturno, de los que vestidos de hebreo acompañan el caminar de La Borriquita. No podían faltar en la prosopografía de este retrato colectivo los cofrades, ocultos por el anonimato de la túnica, las imágenes, con sus años a la espalda y su ajado porte, y algunos personajes elevados por Quintas a la categoría de iconos, caso del Barandales, de mirada torva, o el guiño a los actores de la atávica procesión de la mañana del Viernes Santo: Aragón, Atilano, Carrancha, Fombellida, Satur... Pero donde mejor se manifiesta su "documentalismo poético" es en la gente sencilla que participa a título principal en la celebración: los devotos, devotas más bien, que acompañan alumbrando las imágenes para cumplir una promesa, solicitar la salud, o ¡Dios sabe qué! Los vemos en la salida de la Vera Cruz junto a la capilla de San Miguel, que exhibe en sus paredes el recuerdo a los caídos y la cartelería cinematográfica ("Ben-Hur"), o tras el Nazareno entrando en la plaza de la Catedral, en la avenida junto a La Caída, o ignominiosamente confinadas en la cola de la procesión de Las Capas, aquel año -1967- que fue televisada, forzando su paso por la Puerta del Obispo.

Quintas, que construyó algunas de aquellas instantáneas como grandes murales, pues no en vano quiso y fue pintor, encontró en la Semana Santa un objeto idóneo para la "investigación formal". Las sombras que pueblan la noche, cuando el Cristo de las Injurias sale del Atrio de la Catedral, el reguero de luz de las velas que deja a su paso el Cristo del Amparo, o las que parecen caer al suelo que hollan los pies del cofrade que carga con la cruz de penitencia en la procesión de Jesús Yacente, nos hablan de su genio creativo. Con todo Quintas nos dejó algo más que un documento de aquel tiempo: sus fotografías trascienden el reportaje periodístico, hasta el punto de que su objetivo se propone interpretar lo que ve, mostrándonos una celebración envejecida, grave, silenciosa, ajena al bullicio de hoy, una conmemoración despojada de su carga festiva, doliente y dolorosa, falta de la esperanza de la Resurrección que celebran un puñado de cofrades de caras serias, que son asimismo el adusto rostro de una ciudad cerrada y gris.