Los intensos preparativos durante la mañana no fueron en balde. Sobre las once de la noche, cuando comienzan a llegar todos los hermanos a la iglesia de San Vicente, el Santísimo Cristo de la Buena Muerte gobernaba ya el espacio más sagrado del templo, dispuesto a tomar la salida, puntual, como siempre, escoltado por las túnicas monacales de estameña y arpillera.

A las doce en punto, las puertas de la iglesia románica se abrieron para dejar escapar un rayo de luz interior, con la cruz guía marcando el camino hacia Santa Lucía. En fila, en acto de penitencia digno de ser acompañado por los zamoranos, los miembros de La Buena Muerte comenzaron a alumbrar la noche con sus antorchas. A pesar del frío y del ambiente húmedo, fueron muchísimos los espectadores que acompañaron el peregrinaje, convertidos en fieles de otro tiempo que quisieron acompañar a la viva imagen de Dios en un pueblo de la Zamora de la Edad Media.

Lo hicieron por ellos y por quienes ya no están, idenfiticados en la cruz de los fallecidos, portada por los hermanos ya con decenas de nombres, cofrades que en otro tiempo dieron lo mejor de sí -su ilusión, su fe- por acompañar al Santísimo Cristo la noche del Lunes Santo.

Y la imagen. La de un Crucificado en una posición extraña, inclinado en su cruz, como queriendo rebelarse ante la crueldad de los humanos, cuando en su postura natural, transige y perdona los pecados de los demás. También hoy, en pleno siglo XXI. Y después se hizo el milagro en la plaza de Santa Lucía, donde una vez más se paró el reloj del tiempo y sonaron las vivas voces de la Zamora de otro tiempo.