Cuando la noche ya se ha apoderado del cielo de Zamora y también de la catedral con esa atípica cúpula, sale el Nazareno de San Frontis, dolor y temor iluminan su cara y detrás su madre, la Virgen de la Esperanza con las lágrimas brotando de sus ojos y resbalando por esas mejillas rosadas que tornan a pálidas. En esas lágrimas está escrito el sufrimiento y el desconsuelo por la inevitable y próxima pérdida de su único y tan amado hijo. Los dos, inseparables pasan por las calles de Zamora hasta el Puente de Piedra. Esa imagen es digna de ver, pulcra, emotiva, emocional. Cuando acaban de cruzar el Duero, llega el momento en el que ese silencio es roto por un grito ahogado y contenido de la madre que tiene que separarse de su bien más preciado. Una madre nunca quiere despedir a su hijo, pero Cristo ha de partir. Angustiosa y temida partida, tras unas reverencias, signo de admiración de uno hacia el otro, proceden a marcharse. En el sigilo de la noche se advierte un breve diálogo:

-¡Adiós madre!

Dice el hijo.

-¡Ten fe, nos veremos pronto!

Contesta ella.

A continuación el sigilo del crepúsculo se rompe por los aplausos. Aplauden los espectadores a la Virgen en su inmensa pesadumbre y aflicción. Aplauden también al humilde Nazareno que avanza hacia un destino funesto, pero con pinceladas de un brillante color verde esperanza.