Era un tiempo similar a este, pero bailado en otro ritmo. También había primaveras, pero más silenciosas y los nidos, también como ahora, aún vacíos de golondrinas. Pero sí castañeaban los picos de las cigüeñas, sí florecían los almendros con la misma fuerza que lo hacen ahora, acaso más tranquilos, porque estaban seguros que no tendrían que padecer los cambios climáticos de un tiempo intempestivo como los actuales que pone en peligro su floración.

"He visto abril en el mar", canta el poeta. Pero no hace falta alejarse tanto para descubrirlo a nuestro paso. El mar está ahí, dentro de nosotros, un mar íntimo con el que siempre soñamos.

Era un tiempo aquel con un domingo como este. Un domingo en el que había que estrenar algo por aquello de que: "El que no estrena algo en el domingo de ramos, ni tiene pies ni tiene manos". Y con los calcetines, la camisa, el jersey o los pañuelos nuevos, madrugábamos sin que nos despertara nadie, solo la prisa o posiblemente lo hicieran las campanas de San Juan o de Santa María o de Renueva o de San Bernardo. O los campaniles del Hospital de la Piedad, del convento de San Bernardo o el de las clarisas.

Recuerdo la montonera de ramos de olivo sobre la que don Elías Tocino esparcía el agua bendita para luego repartirlo entre sus feligreses mientras entonaba con su voz de bajo profundo: "Hosanna al Hijo de David. Bendito el que viene en nombre del Señor". Y aquellas estrofas del apóstol Mateos nos contagiaban por su júbilo, por su alegría.

No recuerdo el desayuno, pero si la impaciencia por que llegaran las once, hora marcada para que saliera el paso de la Borriquilla de la ermita de la Soledad. Aquella borrica era como algo nuestro, y digo nuestro, a los vecinos del barrio, los mismos que tomábamos en propiedad al judío del clavo. No había palmas elaboradas como se ven ahora, solo ramas de olivo o de laurel que agitábamos en el aire al paso de la procesión. Años más tarde, cuando recibimos mi hermano Ángel Luis y yo el encargo de restaurar y dar brillo a las imágenes que componen nuestras semana santa, sentí una sensación extraña, que no era nostalgia, que no era emoción, sino fruto de ambas sensaciones que hacían difícil mantener el pincel entre mis dedos. Era otra procesión diferente la que desfilaba en mi interior, la procesión de familiares, de conocidos, de amigos muertos o lejanos que participaban conmigo en los juegos o que domingos como este, acompañábamos al Jesús sonriente montado sobre el pollino. Era el comienzo de una semana cargada de acontecimientos. Era el pórtico hacia un recogimiento impuesto por la mística, hoy se llamaría censura intransigente, que obligaba a que los cines permanecieran cerrados o en todo caso, proyectaran películas con un alto valor religioso: "Quo Vadis?", "La túnica sagrada", "Bem-Hur" o "Sinué el egipcio".

Era una semana de vacaciones, que bienvenidas eran, pero había algo más importante: la curiosidad infantil de ver abiertas las puertas de la ermita de la Soledad cerradas a cal y canto durante el resto del año. El museo que sin la categoría de pinacoteca nos ofrecía la ocasión de contemplar la mayoría de los pasos que desfilarían conmemorando la pasión de Cristo. Toda la atención se la llevaba, como era de suponer, el feo, grotesco y temible judío del clavo, el sayón arrodillado que prepara la crucifixión. Pero lo más curioso es que ese clavo que tendría que estar soportado entre los dientes, figura sobre el labio superior a modo de bigote. Se trata de una talla grosera, más cercana a un "ninot" de fallas que una auténtica talla para procesionar. Pero quizás esa torpeza y la del otro sayón que parece descargar el golpe del rodapelo sobre el flagelado, ayuden con la grosería de sus figuras, a engrandecer aún más la belleza de la talla del cristo cercana a la imaginería de un Gregorio Fernández, o de un Salzillo.

Echo de menos otro paso desaparecido misteriosamente de la ermita, un conjunto de figuras que componían el cobarde acto de Pilatos lavándose las manos, con un joven que portaba una jofaina donde el pretor romano introducía sus manos. Y también recuerdo con nostalgia la urna de cristal, a la que según mi madre, yo llama "unria", en cuyo interior y sobre sábanas blancas, reposaba la cabeza de otro cristo que solo era cabeza sin cuerpo ni brazos.

Y ahora que me nombro como cofrade debo decir que vestí por primera vez la túnica de la Vera Cruz heredada de uno de mis tíos. En aquel tiempo no eran frecuentes los cofrades infantiles y menos en estas dos cofradías, la Vera Cruz y el Santo Entierro compuesta por señores honorables. Me dejaban participar en todo menos en los llamados usos y costumbres, es decir, presenciar las partidas de chapas y de bacará tras el cese de las procesiones. Y aquí quiero recordar al buen amigo Manolo Lozano que me llenaba el capirote de bizcochos y me mandaba para casa antes de convertir la mesa en timba de juego. Me resultaba curioso saber que la bandeja de los llamados dulces finos, tenía que ser repartida por el alcalde caballero de turno y eso sí, la costumbre o tradición, o el beneplácito, de que la pera en escarchada de la bandeja era intocable, pues pertenecía al respetado y querido hermano Biruta, "alma máter" de las cofradías.

Otro de los usos y costumbres era trasladarse hasta el Ayuntamiento para acompañar a las autoridades. En la calle a ambos lados las dos cofradías que siempre, como ahora, marcharon juntas. Colocada al lado derecho y cubiertos todos, debería estar la cofradía que presidia esa noche la procesión y ante ella desfilaban el resto de los miembros de la cofradía hermana con el saludo preceptivo de buenas noches, hermano.

Dentro del salón de plenos donde ya esperaba el alcalde y toda la corporación, nadie se descubría hasta que el alcalde caballero pronunciaba el solemne: "Hermanos, pueden ustedes descubrirse, sentarse y fumar un cigarro" a lo que todos en coro respondían con un jocoso, muy bien. Y se fumaba ese cigarro.

En algún lugar leí cierta vez que si las organizaciones secretas se mantenían como tal, con su misterio ancestral, era porque nadie revelaba el secreto, el ritual, los ritos de iniciación. Cuando estos requisitos no se cumplen, se vienen abajo, se disuelven, entran en crisis porque carecen de razón para seguir existiendo.

Lógicamente en las cofradías de semana santa no hay nada secreto porque las unen algo tan esencial como la fe del creyente solo superada por la tradición. Pero si esa tradición no se mantiene viva, si se hace mal uso de ella, también termina desapareciendo. Y en eso se ejercitaba el hermano Viruta, en que los usos y costumbres no se relajaran, en que todo saliera perfecto y que todos cumplieran con sus obligaciones. Solo por eso bien se tenía ganada la guinda del pastel, la pera escarchada con la que Jesús Mariño adornaba el centro de las bandejas de los dulces finos.