Empezó la campaña electoral. Es decir, continúa. Pero estamos en una campaña distinta en nuestra democracia treintañera. Diferente es la concatenación de episodios de violencia y coacción política. Varios de ellos, producidos en la Universidad. El que debería ser foro de difusión del conocimiento, ámbito de debate, casa de la discusión de ideas y lugar por excelencia de convivencia en el disenso, se ha convertido en germen y ejemplo de intolerancia. María San Gil, en Santiago de Compostela, Dolores Nadal, en Barcelona, Rosa Díez, en Madrid. También fuera de los claustros se han producido graves incidentes. El viernes, dos consejeros del gobierno de la Comunidad de Madrid fueron agredidos en Parla durante una visita a un hospital en construcción.

Energúmenos convenientemente embozados en la masa los han tachado, a todos ellos, de fascistas. No sólo son energúmenos, además son imbéciles. Como si a estas alturas pudiera quedar algún fascista. Ni siquiera ellos lo son. Gilipollas sí, totalitarios también, pero ni siquiera fascistas. Aunque son los que más se aproximan a lo que ellos entienden por tal calificativo. Blanden como armas banderas republicanas de hace 70 años, estandartes y víctimas de una época digna de no repetirse. Visten camisetas con la efigie de un asesino cruel e inhumano, el Ché Guevara y mantienen enfáticamente, como referencia de prosperidad y bondad, a un repugnante tirano como Castro. Y aún llaman fascistas a Rosa Díez o a María San Gil.

En algún momento habrá que ir parando esto, ¿no? ¿Alguien se imagina que en vísperas de las últimas generales, hordas de derechosos extremistas hubieran acometido, tan organizadamente, actos similares? Tanto PSOE como IU hubieran exigido al Gobierno la inmediata actuación y la detención y castigo de los culpables. Razonable, ¿verdad? Convendría que quienes ahora mandan hicieran lo propio. No es precisamente el mejor camino que Blanco diga que también a Zapatero lo abuchearon en una ocasión o que González salga de las catacumbas para hacer sarcasmo con las lágrimas de la socialista Díez y presumir, el muy machote (influencia mejicana), de que él no lloró. En ninguno de ambos casos, los increpantes pidieron a grito pelado que ETA los matara como le ha ocurrido a San Gil. Tampoco los llamaron asesinos como a los consejeros de Madrid, quienes por cierto, nada tuvieron que ver con los GAL. Tampoco intentaron pegarles. Uno a uno, afortunadamente, estos hechos no tendrían mayor relevancia y confiaremos que en abril se normalice nuestro devenir. Entre tanto, hay líneas que conviene no traspasar ni permitir que se traspasen impunemente.

La Humanidad avanza más gracias al disenso que al consenso, pero es característico de la democracia el marco de legitimidad en el que todos por igual pueden ejercitar su libertad. España tiene graves ejemplos de a qué conduce que esto no se respete y hayamos de preguntarnos, como Vargas Llosa en "Conversación en la Catedral": "¿En qué momento se nos jodió el Perú?".

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