de la misma manera que un gran número de seguidores de cualquier equipo de fútbol perdona a su club cualquier fallo, incluso el haberse saltado las normas de su propio reglamento, también hay quienes no se resignan a admitir las cosas malas de las que son autores los círculos o asociaciones más afines a su línea de pensamiento, por ser ciegos seguidores de los mismos. Pero la realidad es tozuda, y aunque, desafortunadamente, no siempre sucede lo mismo, lo cierto es que algunas veces sale la verdad a relucir, y la gente llega a enterarse que el príncipe del cuento no es tal, sino un desalmado delincuente, enjaezado como un caballo de carroza de la corte británica. Resulta curativo además de gratificante admitir que las cosas son como son y no como desearíamos que fueran, porque por mucho que les demos vueltas la realidad termina imponiéndose. Pero claro, cuando se practica el sectarismo o se forma parte del fanatismo, es difícil entrar en el análisis objetivo de las cosas. A quienes les gusta practicarlo de nada les sirve cabrearse, porque si se ve el sol es que ha salido, por mucho que llegue a gustarles más la noche.

Dentro del sectarismo político, en el que predomina la descalificación del contrario sobre cualquier otro tipo de consideración, ahora le ha dado por darle caña a un determinado líder político porque se ha comprado un chalet en determinada zona de la sierra de Madrid. Y no por formar parte de tejemanejes en paraísos fiscales, ni por ser moneda de pago de determinados favores - que casos de éstos ha habido - sino por militar en un partido de izquierdas, o aparentemente de izquierdas. Como si el hecho de tener ideas izquierdistas imposibilitara a la gente desear vivir lo más cómodamente posible. Como si la gente de izquierdas fuera gilipollas y no luchara precisamente por querer mejorar su nivel de vida, por conseguir un empleo justamente retribuido y el acceso a una vivienda digna, cosa no incompatible con ayudar a que la desigualdad exagerada no forme parte de la realidad de cada día, y es que cualquier otra cosa no tendría sentido. Al menos, hasta hace poco tiempo, eso es lo que pretendía el socialismo, de ahí que durante muchos años esa ideología haya sido la fuerza, si no con más poder, si una de las más votadas por los ciudadanos europeos.

Aunque el líder ahora cuestionado por haber comprado un chalet, en su día optara por soltar unas cuantas perlas desacreditando a quienes entonces vivían como él podrá hacerlo a partir de ahora, ello no deja de ser una simple anécdota, un mero error político, un no saber medir bien la distancia, algo consustancial a la demagogia que gustan usar quienes manejan los hilos de la política.

Ojalá que esta situación, artificialmente creada, al menos sirva de ejemplo para que deje de generalizarse de maneta frívola y, a veces, desafortunada. Para admitir que no se es un explotador, ni un ladrón, por el mero hecho de tener una casa más o menos confortable, si se ha conseguido por métodos legales y honestos, o por llegar a ocupar un puesto de trabajo dignamente retribuido, o por conseguir un título académico sin haber utilizado la técnica de la manipulación y el abuso de poder, o por creer que una sociedad más justa es posible sin necesidad de tener que engañar a la gente.

Ojalá el mencionado líder viva más relajado en su nueva mansión y pueda pensar un poco más en las regiones deprimidas, como la nuestra, en lugar de dedicar tanto tiempo a defender a las más opulentas, como las de Catalunya y el País Vasco, donde, por cierto, viene manejando el cotarro, desde hace muchos años, la aristocracia económica de aquellas regiones, que es la de los señoritos de Pedralbes y Neguri, respectivamente.

"Estos son mis principios. Si no les gustan tengo otros", decía el genio Groucho Marx, y más de uno se lo ha debido tomar tan en serio, que lo que hoy dice que es blanco mañana dirá que es negro, aunque realmente llegue a ser más gris que el que impera en Zamora en los crudos días de invierno.