No faltan aún quienes pretenden que sigamos encerrados y temerosos, como aquellos primeros seguidores de Cristo tras su muerte. Se atreven a decir que la existencia de Dios, de la Virgen y de los Santos es como la de los duendes, hadas y otros personajes fantásticos de los cuentos o la mitología. Ojalá algún día estos hermanos hostiles se abran al regalo de la experiencia de Dios para que se caigan del caballo del orgullo, del resentimiento, de la más osada ignorancia e incluso de la falta de respeto hacia quienes nos manifestamos creyentes. ¿Cómo pueden explicar nuestros "críticos" que aquellos que, mientras Cristo vivía, sucumbieron al ataque de los judíos, después, una vez muerto y sepultado, se enfrentaran contra el mundo entero, si no es por el hecho de la resurrección y de una fuerza arrolladora de lo alto que les empujó a la misión desde Jerusalén hasta los confines del mundo?

Esto es precisamente lo que hoy, en esta Pascua de Pentecostés, estamos celebrando y renovando en toda la cristiandad. Reconocemos humildemente que aún necesitamos de mucha transformación, a nivel personal e institucional. Claro que necesitamos crecer en la autenticidad que nos pide nuestro Fundador. Pero no vamos a esperar a ser imágenes perfectas suyas para salir, para llegar a todos y por todos los medios a nuestro alcance. Este Tesoro que llevamos en vasijas de barro tiene un dinamismo universal, en lo geográfico y en lo antropológico. Ni los que lo conocieron entonces ni los muchos millones que actualmente creemos en Él sin haberlo visto podemos callar nuestra experiencia de salvación. Él vino para que todos tuviéramos Vida, como lo manifiestan no solo sus palabras, sino también sus milagros de ayer y de hoy; a sabiendas de que siempre habrá quien no crea ni viendo resucitar a un muerto. Cristo sigue actuando no en los que padecen el "ombliguismo" de creerse el centro de la realidad o en los que creen que lo "saben" todo, sino en los que "obran" en la dirección de un mundo nuevo, en un tipo de hombre con talante utópico, inconformista frente a la realidad, inevitablemente "conflictivo" y con la mirada puesta en el futuro.

Así oraba Edith Stein en el último Pentecostés de su vida, filósofa judía y carmelita que muere en la cámara de gas de Auschwitz: "¿Quién eres tú, dulce luz, que me llenas y alumbras la oscuridad de mi corazón? Tú me guías como mano materna y me dejas libre. Tú eres el espacio que rodea mi ser y lo encierras en sí. Si tú lo dejaras, caería en el abismo de la nada, desde el cual tú lo elevas al ser. Tú, más cerca de mí que yo misma, y más íntimo que mi interior, y sin embargo inabarcable e incomprensible, que haces estallar todo nombre: Espíritu Santo, Amor eterno".