E n Escocia, la patria del whisky, han decidido instaurar un precio mínimo para desincentivar a los bebedores de alcohol, misión imposible. En 2016, la región, con cinco millones de habitantes, registró 1.265 muertes relacionadas con el consumo elevado, que también influye, al parecer, en un repunte considerable de la delincuencia. Uno de cada cuatro escoceses bebe por encima de lo que recomiendan los médicos, aunque en Escocia, igual que en otros lugares, todos los médicos no recomiendan lo mismo. El consumo excesivo de alcohol es, como cualquier otro exceso, no del todo recomendable. Si uno sufre la resaca encuentra razones para arrepentirse de lo que ha hecho. Para las resacas hay muchos apaños, pero ningún remedio eficaz para combatirlas. Un gran bebedor, el escritor Kingsley Amis, solía decir que sólo existen dos que no fallan: media hora a bordo de una avioneta abierta y bajar a una mina de carbón con el primer turno. Dormir la borrachera y el reposo, en general, son dos grandes paliativos. Distinto es el vino. Jefferson lo tenía como el antídoto del whisky y de otros destilados aún más agresivos.

El vino es una adición a la sociedad siempre que se utilice para propiciar la conversación y que la conversación sea civilizada. Facilita el intercambio de opiniones alrededor de una mesa entre personas que sean capaces de mantenerlas sin alterarse.

Estamos familiarizados con el dictamen médico de que un vaso diario de vino es bueno para la salud y, también, con la opinión de que más de dos nos pueden poner en el camino a la ruina. Sea o no bueno para el cuerpo, el vino es bueno para el alma.

Con el vino se puede aprender no sólo a beber en los pensamientos, sino a pensar en las corrientes de aire. El problema es que el efecto perjudicial del alcohol sobre los estómagos vacíos es mucho menor del que adquiere sobre las mentes huecas. Por ahí viene el peligro.