Ando poco (casi nada) por las redes sociales. (En realidad, tendría que poner "navego" en vez de "ando", pero los de secano tenemos un lenguaje propio para estas cosas; en ocasiones, yo hasta troto). O sea, que lo de las redes sociales o Internet o como queramos llamarlo me es bastante ajeno y poco atractivo; qué le vamos a hacer. Y cada vez me llama menos. Comprendo su valor, el avance que supone, su inmediatez, la posibilidad de enterarte al segundo de lo que ocurre en el mundo, la capacidad de tener mucha información, y al momento, en tu cabeza?

Sí, todo eso está muy bien, es maravilloso. Y bien usado, con sensatez y moderación, sería la recontracaraba, el sumun, el novamás con nata, piñones y requemado con ron añejo. Lo que ocurre, como en tantas y tantas cosas, es que el personal no se limita a utilizar las redes sociales para aprovechar su potencial ilimitado, sino que, al final, son las redes sociales las que usan al usuario. Es decir, en vez de mandar la gente en las redes, mandan las redes en la gente hasta el punto de influir en vidas, haciendas, costumbres, tradiciones, iniciativas, etcétera.

A ver: que levante la mano y tire la primera piedra el que no haya visto alterada una comida o una charla por una observación de su interlocutor que acaba de mirar su tablet y le dice: "Ya ha aterrizado Merkel en Nueva York". Y uno piensa para sus adentros: "Coño, es tan importante esto como para interrumpir nuestra conversación, ahora que se ponía interesante". Pero, antes de que reacciones, el de la tablet ya te está explicando que tiene una nueva aplicación, más rápida de la anterior, ¡dónde va a parar!, se extiende en detalles (casi todos en inglés, faltaría más) y te da una lección de navegar, entrar, recibir, contestar, reenviar... Y, claro, como ha salido lo de Merkel, pues hay que seguir hablando del viaje de la canciller alemana a los USA, de su entrevista con Trump?Y de la noticia que acaba de llegarle al cacharrito y que, probablemente, tiene que con Puigdemont y su circuito de turismo europeo. Uno intenta volver al tema anterior al aterrizaje de Merkel pero el tío no se deja. Deposita la tablet en la mesa y la observa, de reojo o sin disimulo, cada cinco segundos. Y así hasta que nos decimos adiós.

Hay casos peores, no se crean, sobre todo en esas reuniones (meriendas de amigos o matrimonios, comidas de empresa) en las que quince o veinte personas tiran de móvil u otros ingenios más progres y se ponen a mirar las pantallas y a comprobar si el mensaje o whatsApp que se mandaron hace un rato les ha llegado. Y como sí les ha llegado, pues, hala, a repasar el último chiste sobre Rajoy y Cristina Cifuentes, las gracietas en torno al penalti sobre Lucas Vázques y así sucesivamente. Y se juntan tres o cuatro para contemplar tal o cual video y se van pasando el móvil y contando de antemano lo que van a ver. Y si te cabreas, peor para ti. Tienes la guerra perdida porque todo el mundo anda con los ojos en las pantallas y las conversaciones en lo que está viendo. Y al que va por libre, que lo aspen. O que se aburra a la espera de que llegue el camarero o que se enfríe la comida.

Y cuando por fin parece que el asunto se normaliza y comienza a hablarse de lo que se hablaba en estas cuchipandas antes de que llegara el progreso, zas, suena un móvil y el interfecto lo coge y se pone a cascar. En el mejor de los casos, hará un gesto como para pedir perdón, pero seguirá hablando, nada de colgar. En el peor, ni se dignará ir por el camino de la excusa, ¿para qué?. Y continúan sonando móviles y más móviles. Todas las llamadas son necesarias y urgentes. Y si tú protestas y pones cara de fastidio, no faltará quien, como toda explicación, te diga que es Fulano o Citana y que estaba esperando esa llamada porque hace mucho que no habla con él. O te llaman carca. O te miran con cara de lástima; no suena tu móvil, así tienes poca vida social, pocos a amigos en Facebook o en Instagram o en el Limbo de los Justos.

Vuelve a tranquilizarse la cosa. Y entonces alguien se acuerda de que acaba de recibir unas fotos recientes de sus nietos o del viaje de sus hijos a Croacia. Otra vez la marimorena, otra vez a arremolinarse el personal y a pasarse los celulares y a comentar lo que ha crecido Olguira, lo guapo que se ha puesto David y lo bonito que es Dubrovnik, hija cuando estuvimos allí nos encantó.

Y uno añora aquellos tiempos en que el personal se reunía solo para charlar y contarse penas y alegrías. Y para cantar. ¡Cualquiera canta ahora con todos los móviles apuntándote y prestos a mandar a Australia tus colores y tus gorgoritos!

Y no sigo, que me estoy quedando sin batería.