Recuerdo tardes inexplicables cuando mi entrenador de atletismo se empeñaba en que fuera saltador de longitud. Inexplicables por el lugar, unas pistas mal amañadas. Inexplicables por la inexactitud del empeño y la humedad del ambiente. Pero lo intenté, y el intento no salió mal, aunque dejara el esfuerzo sin resultados notables. Aquella empresa me sirvió, desde el punto de vista del cultivo del esfuerzo y de adquirir una cierta experiencia en cosas inútiles, que suelen ser las experiencias más prácticas de la vida.

Recuerdo aquellas tardes y recuerdo otras, también deportivas, cuando con mi amigo Paco me empeñaba en saber algo más de judo que caer bien, en el tatami. El kimono me lo había prestado nuestro común amigo Asís, y no pasé de cinturón amarillo, lo cual no es poco. Ahora, todo aquello, suena a recortes pasajeros de una vida repleta de libros, a lo Menéndez Pelayo, y de vivencias, a lo Ortega y Gasset, que acuñó ese término. El deporte se ha convertido en una especie de dios omnipresente en nuestras vidas: si no lo practicas, mal, peor para tu salud y para tu imagen. Si lo haces, un desastre, pues te conviertes, sin quererlo, en una persona competitiva.

La estética del deporte es tan antigua como nuestra civilización, que siempre es la cuna griega y romana, aunque algunos crean que los Estados Unidos de América lo inventaron todo. El baloncesto sí, pero fue un jesuita. Los estadounidenses ganan en casi todo, porque son mayoría y porque la práctica deportiva está absolutamente integrada en la formación de sus jóvenes, desde la más tierna infancia hasta la universidad. En España, no, ni de lejos. La cita olímpica de Barcelona 92 supuso un avance, un paso grande en la integración y en la promoción, pero no ha sido capaz de llegar más allá, de consolidar élites, que son las que hacen falta para convertirse en potencia deportiva. Seguimos siendo un país que se mueve a golpe de impulsos individuales que representan el éxito: Nadal, Márquez, antes Ballesteros, Santana, Nieto? y tantos otros. Personas normales, casi siempre de orígenes humildes, que llegan muy lejos. Por eso Andrés Iniesta me resulta caso aparte, un privilegiado del fútbol que repercute en estrella gracias a saber jugar en equipo y para el equipo. Acumula experiencia y parece que vamos a prescindir de ella. ¿Por qué? Cosas del mercado, que diría el otro.