Si levantaran la cabeza los romanos se llevarían un susto morrocotudo, porque no encontrarían ningún sestercio que echarse a la bolsa, ninguna moneda de oro con la que comprar un par de esclavos para el quita y pon de sus villas. Pero tampoco hace falta irse tan lejos, porque si lo hicieran los almorávides (S. XI) verían que con sus maravedíes ocurría lo mismo, nada diferente que los señores medievales que tampoco dispondrían de doblones con los que pagar a los mercenarios y sus mesnadas para ir a batallar en defensa de sus posesiones. Y es que ya hace unos cuantos siglos que los metales preciosos, como el oro y la plata, desaparecieron de la circulación fiduciaria. Lejos quedaron las monedas que los chinos usaran dos mil años antes de Cristo, abandonando la práctica del trueque, y también los reales de a ocho que puso en circulación Felipe II y se extendieron por todo el mundo.

Las monedas de oro y plata siempre tuvieron un valor en sí mismas, más que nada porque, aunque desapareciera su validador, siempre podían usarse como metales preciosos, ora para comprar pan, ora para comprar un pollo. Pero aquel medio de facilitar las transacciones, que dicen inventó el pueblo chino, unos cuantos miles de años antes de Jesucristo, con el paso de los años fue sustituido por los billetes en papel, allá por el S.XVIII, cuando los americanos decidieron ponerlos en circulación por aquello que no daban abasto para hacer los pagos en tiempos de guerra. Así que se pusieron en marcha los dólares, las pesetas, las liras, los marcos o los francos, guardándose el oro en los bancos nacionales, para garantizarlo.

De manera que, llegó la época que se cobraba en efectivo el jornal del mes o de la semana, que se hacía llegar a los empleados dentro de un sobre con billetes y monedas fabricadas con metales más baratos para completar la soldada, o la nómina, como diríamos ahora.

No hace tantos años que el plástico de las tarjetas de crédito fue sustituyendo al papel, de manera que una banda magnética o un chip se encarga de cargar en el debe de nuestras cuentas el importe de lo que pagamos. Así que el papel y las monedas apenas son usados, si acaso para pequeñas transacciones, como comprar el pan, el periódico o tomarse una cerveza.

Las tarjetas empezaron a hacer sus pinitos a principios del siglo pasado, para clientes distinguidos, y se consolidaron en 1949 con la famosa "Diners Club". Pero héteme aquí que en 2009 aparecieron los bitcoins, esa moneda encriptada, que ni se ve ni se le palpa, pero que existe, porque unos cuantos financieros con formación informática así lo determinaron. Según ellos, es el sistema monetario más democrático, ya que, conceptualmente, su control no pertenece a nadie, porque es de todos. Quizás sea por eso que tal forma de realizar transacciones no esté muy bien vista por algunos bancos, sino más bien observada con recelo, ya que algunos han prohibido usar sus tarjetas de crédito para comprar la novedosa moneda digital.

Pero, la cosa no acaba ahí, porque como quiera que la cantidad de bitcoin en circulación es limitada, al tener un tope de 21 millones (Siendo 1 bitcoin igual a un millón de bits), se están sacando al mercado otras monedas adicionales como el Altcoins, que vaya usted a saber si llegará a imponerse en cualquier momento.

Lo cierto es que antes, no hace tantos años, aunque fuera por poco tiempo, la gente veía el dinero de su salario, lo tocaba, y por unos días, era consciente que tenía cierta capacidad de compra. Pero el hecho de no verle el pelo al dinero transmite recelo y desconfianza, algo similar a lo que ocurre con la conducción automática de los trenes que, aunque esté muy desarrollada, al viajero siempre le gusta ver a un maquinista en la cabina de conducción, por si las moscas.

Pues eso que, con las monedas acuñadas por los turcos, siete siglos antes de Cristo, como el León de Lidia, la gente vivía más tranquila, como también los griegos con sus Draghmas, incluso cuando llegaron a sustituir el oro y la plata por el cobre y el bronce. Porque daba gusto, tocar, sentir, notar su peso, combinarlas para que juntando una de aquí y otra de allá ir completando el importe exacto de determinada cantidad. Con equis monedas de aquellas te daban un kilo de carne o unos pantalones de pana, pero ahora, para poder comprar esos u otros bienes todo depende de lo que diga el datáfono cuando pasa la tarjeta, y tal liturgia es tan fría como llamar a tu padre de usted.

La gente de ahora ha tenido que convivir, y de hecho lo continúa haciendo, con monedas, billetes y tarjetas de plástico, pero lo del bitcoin ya parece demasiado como para tener que asimilarlo, más que nada porque su valor se encuentra sujeto a muchas oscilaciones, y lo que hoy vale mil, mañana puede valer solo cincuenta. Y eso ya no es un movimiento fiduciario al uso sino, más bien, una lotería.

De manera que, al paso que va la burra, no sería de extrañar que aquel dicho catalán de "Salud i força al canut", desaparezca cualquier día de estos.