Los periodistas son, por lo general, seres curiosos. Yo hace tiempo que dejado de serlo del todo. Hay demasiadas cuestiones que no me interesan y que, al parecer, interesan a los demás. La gente, a mi alrededor, habla de cosas que, como decía Cantinflas, me resultan inverosímiles. Me dan igual. No me pica la curiosidad, muchos asuntos me resbalan o me la traen floja. Evidentemente soy consciente de que es una reducción del campo en el que se mueve el columnista. Vivir como los ingleses en el Sudán acorta el terreno de la intromisión, pero no estar en las redes sociales le libra a uno de tener que padecer la idiocia ajena. Ojos que no ven, corazón que no siente.

A mí no me preocupa lo que piensa este o el otro de determinada cuestión. Sólo me interesa lo que algunas personas de probada sabiduría opinan de esto y de aquello. El debate o la discusión están sobrevalorados. ¿Por qué hay que discutirlo todo? No se nos puede olvidar el espíritu crítico pero sí convendría que dejásemos a un lado la manía de confrontar cualquier cosa como si todo fuera el resultado de una opinión permanentemente descabellada.

Mi desinterés, en cualquier caso, y la vida me presenta suficientes secuencias para entenderlo así, es el interés de una gran parte de los mortales. No interpreto siempre bien lo que les importa a muchos de los demás, quizás porque entre los demás ha calado un sentido imperativo de la atención que no comparto.

No sé por qué hay tantas personas sugestionadas con la información al instante. Hemos convertido el tic del teléfono inteligente en una necesidad estúpida. Información al minuto, generalmente, no supone nada. Constatar que seguimos los pasos segundo a segundo de la noticia no siempre significa disfrutar de sus claves. Simplemente la seguimos como un coro que persigue la superficialidad para comunicarse por medio de ella con otros ociosos extremadamente curiosos. Qué pereza.