En toda la historia del ser humano, desde sus inicios, siempre ha estado presente el anhelo por la captación de la imagen ya sea de sí mismo como de aquello que le rodeaba. Se empezó a dibujar en las paredes de las cuevas que escasamente le protegían de las inclemencias del tiempo y de los peligros exteriores. Posteriormente se pasó a dibujar en pieles, papiros, madera, papel y finalmente en lienzo. Los colores pasaron desde el negro carbón a mezclas con arcilla y aceites llenos de color. También se usó la técnica de la grabación y la escultura como forma de reflejarse así mismo y a sus circunstancias. Hasta año 1839 no aparece el inicio de la fotografía moderna, con la divulgación mundial del primer procedimiento fotográfico: el daguerrotipo.

A partir de ese momento todo se acelera mejorándose técnicas, soportes y procedimientos que terminan en la digitalización que ahora nos invade. Ya todo resulta fácil, rápido y barato. Hasta entonces, la técnica y su producto final estaba en manos de artistas o profesionales y su difusión era reducida. Ahora todo el mundo puede sacar una fotografía o un video y dispersarlo por su entorno cercano y no tan cercano vía Internet y las redes sociales, contando con la complicidad y estupidez del ser humano.

Vivimos en un mundo donde la imagen lo ocupa todo, a nivel personal y social. La mayoría de las redes sociales se apoyan en ella para hacer más atractiva la comunicación social. Asimismo, cada uno de nosotros, gracias a la tecnología incorporada en los teléfonos inteligentes puede ser, con facilidad, protagonista de cada momento ya sea grabando un video de lo que está pasando a su alrededor como tomando una foto que inmortalice un momento de su vida. La calidad, responsabilidad y la difusión la pone cada individuo.

La simple acción de pulsar un botón nos da un protagonismo que no se consigue por otros medios de comunicación que exigen más reflexión y capacidad de explicación. En una sociedad cada vez más plana y dirigida por los avances tecnológicos, para una gran mayoría, esta posibilidad de captar una realidad muchas veces insustancial o manipulada, les imbuye de una cierta notoriedad que no pueden alcanzar de otro modo.

Pocas personas se cuestionan la simpleza de dicho acto y lo difunden sin ningún control o reflexión. No importa que lo que se capta sea bello, delictivo, insustancial, repetitivo o vacío. Todo vale para el ego personal del que pulsa el botón. Nadie mide las consecuencias de lo que hace. Se creen con derecho a todo. Las aberraciones que vemos en eso que se ha dado en llamar noticias virales siempre se apoyan en la fuerza de la imagen aunque sean degradantes. Las redes sociales y nuestras galerías de fotos son reflejo de nuestra propia mediocridad. No hay un espectáculo donde no se vean alzar cientos de manos, con sus teléfonos correspondientes, sacando una foto de lo que ocurre. No importa sin sale bien o mal, hay que demostrar que lo pueden hacer ya sea para olvidarse de lo que se ha captado o bien para enseñarlo rápidamente a amigos y familiares.

Las redes sociales están llenas de fotos de momentos familiares donde, en muchos casos, los niños son los protagonistas. Miles de fotos de cada momento, con posturas, vestidos, disfraces y sonrisas forzadas. No existe ningún pudor personal o familiar, lo que importa es que otros lo vean y sea el reflejo de una falsa felicidad. Es una obscenidad irresponsable con los seres más inocentes, expuestos a la mirada de todo el mundo. Son como cobayas al servicio de la familia propietaria. A este carrusel se suman familias, amigos, conocidos con sus respectivos comentarios más simplistas de lo que uno puede imaginar. Además, la facilidad de expandir tanta tontería ayuda a magnificar el espectáculo. Yo lo llamo el coro de la estupidez.

Es imposible poner coto a este desvarío. Esta mediocridad está para quedarse y para que otros le saquen partido.