Tengo que comenzar diciendo que monté en bicicleta. Fue eso desde que cumplía unos once años y hasta los catorce. Naturalmente no se trataba de competiciones ni nada que se le parezca; corría por afición o cuando tenía que realizar algún encargo familiar en lugares que no eran los de mi residencia. Comencé en la dehesa de Timulos y, desde allí, tenía que desplazar-me a Villafranca de Duero (en la provincia de Valladolid) y a la ciudad de Toro, en cuyo término municipal se encontraba Timulos. Generalmente el recorrido se realizaba por terreno llano, cuando se trataba de la dehesa o de mi traslado a Villafranca. En cambio era muy fatigosa la subida a la ciudad de Toro, tendida en una llanura desde la cual se encontraba el imponente despeñadero que la sitúa sobre el Duero y la extensa vega que abarca su término por el sur y unos cuantos pueblos que enriquecen su panorama.

La subida a Toro suponía una ascensión empujando la bici por un camino de tierra (eso me libraba del fielato donde tendría que abonar una pequeña cantidad por algún conejillo que llevaba para la venta); y descendía sobre la bici, generalmente por el mismo camino; pero con un inevitable miedo y procurando frenar la velocidad que amenazaba con ser muy rauda, si no se evitaba su aumento a cada metro del recorrido. Invito a cualquiera para que, desde el Espolón, vea la bajada hacia el puente de piedra por ese camino que difiere mucho de cualquiera de las urbanizadas carreteras. Seguro que comprende el miedo que a mí me embargaba al descender. Unos años más tarde, cuando mis carreras tenían por escenario los caminos de Almendra, no existían esas pendientes tan acusadas y mis excursiones fueron tan poco numerosas que sólo tuvieron por objeto obstaculizar la acción de la temible Fiscalía de Tasas en Muelas o en alguno de los tres pueblos que componían el Ayuntamiento de San Pedro de la Nave.

El recuerdo, que se hace amable por lo benigno de aquellas excursiones, sin competición y hasta sin compañeros de viaje, tiene por objeto el temible trayecto desde la ciudad de Toro hasta el puente de piedra, camino de Timulos. Y ese recuerdo es el que influye en el ánimo cuando se contempla una carrera ciclista. Al ímprobo trabajo que se supone a ese agotador deporte se añade un freno de miedo insoportable cuando, fuera de la feliz contemplación que nos supone el transcurrir por parajes espléndidos de carreteras más o menos llanas, la carrera lleva a los ciclistas a una espantosa cuesta abajo, llena de curvas por un lado y horribles precipicios al otro lado de la carretera. Sin querer piensa uno: "yo no sería capaz de bajar por ahí, incluso con la tranquilidad de mis viajes de muchacho. Pero, al considerar que, ahora, se trata de una bajada en competición, donde la velocidad nunca es frenada y casi siempre aumentada con una fuerte pedaleo, entra un miedo insuperable y, sin quererlo, piensa en el peligro de muerte al que se arriesgan esos hombres. Parece que el peligro tiene que convertirse en realidad irremisiblemente. Es admirable que no suceda así ordinariamente.

Pero ha ocurrido ahora. Hemos tenido la gran suerte de que no haya sido un compatriota nuestro quien ha sufrido el percance; pero el percance ha ocurrido. No sé por qué; pero somos propensos a estableces diferencias entre distintos ciudadanos de diversos países. Y, en esa discriminación que establecemos, atribuímos a los noroccidentales una serenidad y una firmeza que los hace exentos de muchos peligros en la vida ordinaria y también en el deporte. Por eso parece que sorprende más y hace más grave el efecto del ciclista fallecido. El belga Michael Goolaert, cayó desplomado víctima de una parada cardiorrespiratoria. Llevado en helicóptero al hospital de Lille, no pudo hacerse nada por salvar su vida. Esta vez el luto se declaró en el ciclismo, el ciclismo en esta ocasión es de alcance internacional y el lugar de lo ocurrido en el país más destacado en los sucesos internacionales (la hospitalaria Francia). Y no ha hecho falta que el escenario del acontecimiento haya sido una espantosa bajada del circuito: el ciclista no fue capaz de apartar su aparato circulatorio de la impresión normal en una carrera; y la fuerza del infarto lo retuvo hasta que le llegó la muerte. No habrá película en este caso; pero nuestra memoria sí es capaz de ponernos delante el título de un film que no es de ahora; pero puede pensarse en él ahora y siempre: "La muerte de un ciclista". Y es explicable el impacto que la muerte del ciclista ha producido en quien, si bien en manera modesta, fue en algún tiempo caballero sobre una bicicleta.