E El problema con que se topan los gobiernos a la hora de regular a Facebook es que la creación de Mark Zuckerberg se autodefine como una plataforma, una especie de ágora donde se difunden o intercambian mensajes o informaciones.

Ese astuto modelo de negocio le permite esquivar las leyes y regulaciones que rigen en el caso de los medios tradicionales y mirar siempre para otro lado cuando se publican allí cosas manifiestamente ilegales.

Como señalan sus críticos, es el mismo modelo que le sirve también a Uber para argumentar que se limita a prestar servicios de intermediación pero no es una empresa de taxis.

Va siendo hora de que los Parlamentos tomen cartas en el asunto y decidan que la irresponsabilidad que caracteriza a Facebook, unida a su poder casi absoluto para disponer de los datos de sus usuarios, no puede continuar impunemente.

Sobre todo después de que saliese a la luz que millones de esos datos personales acabaron en una empresa privada, que los utilizó, entre otras cosas, para influir políticamente.

A algunos les recuerda lo ocurrido en 2013 cuando todos nos enteramos, gracias al chivatazo de Edward Snowden, de que la Agencia Nacional de Seguridad de Estados Unidos se había dedicado a recoger todo tipo de datos de los ciudadanos.

Entonces se exigió con toda la razón del mundo que el Estado dejase de hacer de Gran Hermano. Hoy se reclama que se siga el camino inverso: es decir que sea el Estado el que ponga coto a esas empresas tecnológicas privadas que abusan de su poder casi omnímodo.

Aunque al mismo tiempo deben entender los ciudadanos que son ellos mismos quienes de modo muchas veces inconsciente o despreocupado contribuyen a ese poder revelándolo todo sobre sus personas.

¿Qué más me da que lo sepan todo sobre mi si no tengo nada que ocultar?, parecen pensar muchos. Que pregunten a los ciudadanos chinos, sometidos al control de un Estado que no admite disidencias y que podría ser también nuestro futuro de seguirse como hasta ahora.