Si el fútbol con su orden temporal supone una ruptura pasajera dentro de la rutina cotidiana, hay razones para llamarlo, como escribe el filósofo Simon Critchley, el "ballet de la clase trabajadora". El martes pasado tuvimos una prueba de ello en Turín. Cristiano Ronaldo, después de dar un pase atrás e incorporarse nuevamente al juego, se elevó hasta los dos metros y cuarenta centímetros para marcar por medio de una acrobática chilena uno de esos goles que hacen historia. El tiempo se detuvo, hubo después unos segundos de silencio y acto seguido los espectadores, en su inmensa mayoría juventinos damnificados por el gol, lo celebraron con aplausos. Ronaldo, que antes de ello había sido silbado por el público, no lo olvidará jamás. Inmediatamente el debate siguió por donde suele discurrir. ¿Quién es mejor Cristiano o Messi? La Liga disfruta de la competencia de estos dos grandes futbolistas, los más regulares de todos los tiempos, y de su eterna comparación. Pero ahí está lo bueno, porque son incomparables. El astro argentino, introvertido hasta el punto del autismo y pequeñito, sólo se parece al portugués, vanidoso y colosal, en el dinero que gana y defrauda a Hacienda, y en la eficacia decisiva que ambos generan en sus respectivos equipos: el Barça y el Madrid. El resto, la comparación entre uno y otro, el fútbol que generan y el que traducen en resultados y estética, pertenece a ese fenó- meno social que penetra en la rutina suspuestamente para romperla y, sin embargo, no hace más que perpetuarla. La discusión Cristiano-Messi, Messi-Cristiano, probablemente sirva para estimularlos a ellos en su competencia de astros del fútbol pero a los demás nos convierte en seres cansinos.