En todas las confiterías las hacen muy buenas, pero es en el convento de Las Dueñas de Cabañales donde más gusta comprarlas, porque son las monjas quienes le aportan ese valor añadido del que no se dispone en otras partes, como es lo diferente, el misterio que supone para fieles y no fieles, para creyentes y no creyentes, el tipo de vida que llevan las monjas de clausura. Porque las monjas de la orden de las Dominicas son de clausura, de esas que nadie ve, porque viven intramuros del convento toda su vida. De manera que esa característica que siempre suscitó el interés de escritores y poetas, ya pertenecieran o no al mester de juglaría, hoy sigue persistiendo, ya que se encuentra a medias entre la admiración y el morbo.

De manera que, mientras se espera, que el viejo torno de madera gire unos cuantos grados para que aparezcan las almendras garrapiñadas, que previamente se han pedido y que una voz del otro lado ha confirmado que las va a colocar cuidadosamente en uno de sus estantes, no se puede por menos pensar como será el rostro de la mujer que se encuentra al otro lado; si sus gestos serán alegres o adustos, si sus manos rellenas o huesudas, si su figura atractiva o desgarbada, si su mirada serena o nerviosa, porque parece que se estuviera hablando con alguien de otro mundo. Y cuando el viejo artilugio termina de girar y llegan a aparecer las bolsas que se han demandado, da la sensación de haber venido del mas allá, del silencio, de la antítesis de la sociedad del consumo.

Y el torno sigue girando y girando, día tras día, año tras año, haciendo que aparezcan, como de la nada, además de las garrapiñadas almendras, dulces variados, en forma de magdalenas o amarguillos, que hacen la delicia de los más variados paladares. Y los zamoranos continúan pasando por allí, para encontrarse con el encanto de unos productos que han sido elaborados por manos femeninas a las que no les preocupan las redes sociales, ni los navajazos entre políticos, ni si la moda viene esta primavera en verde o en amarillo, ni de estrenar algo el Domingo de Ramos, en ese día en el que no estrena no tiene manos.

De manera que no tiene nada de sorprendente que esas almendras que se han retirado del convento, para repartirlas entre familiares y amigos, tengan la magia de trasmitir algo mas que el simple sabor del dulce, o de la mayor o menor calidad de las materias primas que se han empleado. Es esa una tradición que viene manteniéndose desde hace muchas décadas, y que tiene su punto mas álgido en la Semana Santa, ya que muchos de sus protagonistas son precisamente esos cofrades que las llevan bajo la túnica y las van sacando en la medida que localizan entre la gente que asiste a las procesiones a aquel familiar o amigo que le hace ilusión recibirlas.

Es una costumbre que suele estar adornada de misterio, pues en muchas ocasiones no resulta posible identificar al que las reparte, de manera que el que las recibe se queda con la duda de su procedencia, aunque siempre tendrá la seguridad que se trata de alguien que siente por el algún tipo de aprecio, y que el dárselas de esas manera quizás evite situaciones no deseadas, como arrogancias o desplantes.

Cuando las calles olían a tomillo y hierba buena, la costumbre de ofrecer almendras de manera anónima llegaba a transmitir más de un sentimiento, a veces, incluso romántico, porque el cofrade no se hubiera atrevido a hacer aquello en directo, con la cara destapada, pero de aquella otra manera permitía que dos manos pudieran juntarse de una manera fugaz, aunque, eso si, con unas garrapiñadas por el medio.

Nunca, con tan poco, se ha conseguido transmitir tanto, de manera tan pública como secreta. Relaciones de afecto o simpatía, van repitiéndose hasta que la gente llega a la edad en la que la sal va perdiendo sabor. Y volverán a repetirse el año siguiente y el siguiente al siguiente, y así seguirá siendo mientras los zamoranos continúen entendiéndolo de esa manera, mientras no se les vaya la pátina de la tradición.