en estos días hemos vivido en las ciudades y pueblos de nuestra geografía una apoteosis de cultura, arte, tradición y, para algunos de nosotros, también fe. Hoy, día de resurrección, llega a su ocaso.

Leía hace unos días una reflexión de una mujer que, considerándose atea, sin embargo desfila en las procesiones y anima fervorosamente a otros a hacerlo. La pregunta que nos puede sobrevenir es: ¿cómo es posible que alguien actúe de forma tan incoherente? Pues bien, ella admite algo de su incoherencia, pero también advierte que la Semana Santa es parte de una cultura y, como tal, está envuelta de algo más que un sentimiento religioso. Y así es. Algunos conocidos del que les escribe tienen aprecio a una imagen o procesión por sus recuerdos: acompañar a su padre, a un amigo, a un ser querido, recuerdo de infancia, etc. Creo que, en parte, algo de razón sí tiene.

Yo lanzo otra pregunta: ¿por qué un ateo hace esto, y sin embargo nosotros no animamos a creyentes a hacer ese esfuerzo para que el espíritu de esas hermandades no se pierda? ¿Por qué no se hace discernimiento más claro por parte de las cofradías de quién debe pertenecer, haciendo valer motivos religiosos claros?

Nuestra Semana Santa es, a menudo, al revés de lo que nos propone el evangelio y del sentido que debería tener. He comenzado intencionadamente este artículo diciendo que la resurrección es el ocaso de lo que celebramos, cuando, en realidad, es en el amanecer cuando Cristo resucitó, signo de que es el inicio de nuestra fe y nuestras celebraciones, y no su final. Hoy leemos en el evangelio que María Magdalena fue corriendo al encontrar el sepulcro vacío, y que Pedro y el discípulo amado fueron corriendo a comprobarlo. Cuando nos damos cuenta de que fueron corriendo en la Pascua, y sin embargo encontramos a María y a Juan en la quietud al lado de la cruz, deberíamos notar que es la resurrección la que nos hace movernos, no quedarnos quietos y pasivos; y estar al lado de la cruz con quietud es la mejor forma de acompañar al que siendo Dios quiso morir por nosotros. Pero nuestra Semana Santa se ha convertido en un ir y venir de procesiones y -sobre todo para los sacerdotes- de celebraciones, que hacen que vivamos con quietud la Pascua como descanso, como final, como ocaso de las celebraciones de la fe.

Conste en este "acta" mi más sincera enhorabuena a quienes han puesto un punto de quietud en los días de cruz para correr y anunciar la resurrección.