Podría cada año por estas fechas ser escrita la misma columna. Tan es así, que ni siquiera estoy seguro de que no sea eso lo que indefectiblemente ocurre cuando mis dedos empiezan a navegar libremente por el codificado teclado de mi portátil cada mañana de Sábado Santo. Destacar el éxito turístico y vital de los eventos semanasanteros, los desfiles procesionales, la avalancha de zamoranos en calles y plazas, la vuelta de nuestros emigrantes o, como ahora más pomposamente dirán algunos, de nuestros exiliados económicos. Los turistas que ocupan nuestros hoteles, llenan los restaurantes y vacían estantes en las tiendas de productos tradicionales.

Podría, sin riesgo de ser cuestionado, entregarme a loas y alabanzas de lo magníficos que somos los zamoranos cuando nos ponemos a hacer las cosas bien. A echar de menos que no tengamos una Semana Santa cada mes en vez de una sola para todo el año. A transmitir feliz que solo la fatal climatología, lo único que en nada depende de nosotros, puede hacer que el éxito no sea rotundo y a anhelar esa ampliación del museo que ponga la dignidad expositiva a la altura de la de la celebración en la calle.

Podría todo eso y hacer, de todas las del año, la más costumbrista de mis columnas con el mismo tono que llevo utilizado en estas cuatro décimas partes del espacio del que hoy dispongo. Pero para mi desgracia soy inconformista, de naturaleza crítica y de pensamiento no menos provocador que abierto. Así que, siendo verdad cada una de las afirmaciones sostenidas en los párrafos anteriores y que convierten a la Semana Santa en culmen de cada año para Zamora, no puedo obviar lo que a la vez tiene de narcótico para el adormecimiento social durante buena parte de las cincuenta y una semanas restantes.

La Semana Santa tiene ese efecto atracción que arrastra, subsume y arroja al olvido cualquier problema, necesidad o polémica. Los zamoranos gastamos muchas más toneladas de saliva o tinta en las luchas internas de las cofradías, en los enfrentamientos de algunas de éstas con el obispado, en dimes, diretes y cuestiones sin más fondo que dar vueltas como peonzas a las mismas cuestiones año tras año, que en reflexionar colectivamente sobre el presente de una provincia que a marchas forzadas se despuebla, envejece y muere, sin que parezca existir más solución de continuidad que ceñirse, vestidos de luto riguroso, a la resignación cristiana que tan bien se representa en las calles durante la semana de Pasión. Poca esperanza de resurrección nos puede quedar si hasta el ilusionante "Zamora 10" se achica y empieza a verse amenazado con quedar absorbido por una sola de su ya prudente número de iniciativas, la de la construcción del Museo de Semana Santa.

Nada nuevo bajo el sol, lo sé. Pero ya lo advertía en la primera frase. Esta vuelve a ser, básicamente, la misma columna-cantilena de todos los años, solo que en una Zamora peor. Por fortuna, la Semana Santa, bien, gracias.

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