Una de las preguntas más profundas y reiteradas de los seres humanos desde hace miles de años es si existe otra vida después de la muerte o si -como vulgarmente se dice-, muerto el perro, se acabó la rabia. Han sido las distintas creencias religiosas las que han dado las respuestas más complacientes y sosegadoras para las personas vivientes, tanto en el Extremo Oriente como en el Oriente Próximo, más cercano este a nuestra cultura occidental. En ellas se han acuñado términos como metempsícosis, trasmigración, reencarnación y renacimiento. Aluden a una existencia de un alma o espíritu que no fenece con la muerte corporal, sino que adopta otra forma de vida más pura y sublime.

Es una reflexión propicia durante estos días de la Semana Santa zamorana, porque se viven intensamente los pasos, es decir, las procesiones en las que se rememora la pasión de Cristo, que muere, pero que resucita. Esta es la verdad más honda del cristianismo, que tiene que ver con el renacimiento, o sea, morir para nacer de nuevo, porque, como dice en una celebrada canción el sacerdote Cesáreo Gabaráin Azurmendi, "la muerte no es el final".

De esto estaban convencidos los antiguos egipcios. Embalsamaban los cuerpos de los faraones y los enterraban en necrópolis con algunas de sus joyas y pertenencias para hacerles más gratificante el viaje al inframundo y perpetuar su existencia. He visto algunos cuerpos de faraones momificados en el Museo Británico y en el Museo de El Cairo y no me fascinaron, pero sí sus sarcófagos, magníficamente tallados y decorados para demostrar la grandeza y nobleza de su contenido. Me impactaron más las momias de Guanajuato, en México. Actualmente, hay recogidas en un Museo algo más de un centenar de cuerpos de mujeres, hombres y niños, exhumados entre 1865 y 1989; entre ellos, la momia más pequeña del mundo. Los cadáveres quedaron embalsamados de forma natural, debido a las características de la tierra.

Las momias no tienen nada que ver con los considerados cuerpos incorruptos de algunos santos, algunos de ellos con tratamiento de cera como santa Clara de Asís (1194-1253), santa Catalina de Siena o santa Bernardette Soubirous (1844-1879), la vidente de Lourdes. Esta incorruptibilidad, que en algunos casos puede deberse a causas naturales, ha sido alentada por la Iglesia, porque la considera un signo de la predilección de Dios por personas que consagraron su vida a glorificarle y a servir al prójimo.

No he tenido ocasión de ver en vivo estos cuerpos incorruptos. Tampoco los embalsamados de algunos dirigentes políticos, que, no por casualidad, son en su mayoría líderes comunistas, como Lenin y Stalin, Mao, Ho Chi Minh, Kim Il-sung y Kim Jong-Il, presidentes de la Unión Soviética, China, Vietnam del Norte y Corea del Norte, respectivamente. En Argentina fueron embalsamados los cuerpos de Juan Domingo Perón y de su mujer Evita.

Aunque no tan conocidos, hay otros dirigentes embalsamados por soviéticos como el búlgaro Gueorgui Dimitrov y el angolano Agostinho Neto. Cuando estuve en Luanda, en el año 2005, me interesé por el lugar en el que estaba enterrado Neto, primer presidente de Angola y gran luchador por la independencia de esta colonia portuguesa, proclamada en noviembre de 1975. Me indicaron que se encontraba bajo un elevado monumento, que parecía un cohete a punto de despegue. Siete años después, su sucesor, José Eduardo dos Santos, inauguró un gran complejo de 18 hectáreas con museo, galería de exposición, biblioteca y centro de documentación.

Para los políticos comunistas, el embalsamamiento no se hace por una cuestión de creencia en el más allá, sino para perpetuar el culto a una figura histórica y, sobre todo, para visibilizar y preservar una ideología, aunque en algunos países no ha resistido el paso del tiempo, como ha sucedido en la antigua Unión Soviética.

Embalsamientos antiguos y modernos y cuerpos incorruptos por causas naturales o sobrenaturales alientan la creencia de la supervivencia después de la muerte, bien sea en el inframundo, en el cielo o en el mundo terrenal. De estas vicisitudes se medita en esta Semana Santa zamorana, pero con un matiz especialmente significativo para los cristianos: Cristo murió y resucitó.