Érase un hombre a una nariz pegado, érase una nariz superlativa...". Recordarán que así empieza aquel famoso "soneto de una nariz" que nos dejó Quevedo y Villegas. Si hoy, cuatro siglos después, don Francisco levantara la cabeza y nos viera a todo bípedo andante (desde la más tierna infancia) manipulando continuamente el móvil, no sería difícil pensar que lo reescribiría diciendo: "Érase un hombre a un móvil pegado, érase un móvil superlativo...". Sé que la poesía satírico-burlesca no es lo mío, pero de algo sí que estoy seguro: si no cambian mucho las cosas, vamos a dejar de ser personas para pasar a ser apéndices de nuestro móvil.

Ya sin tener en cuenta Twitter, Facebook o Instagram parece que, hoy por hoy, hubiéramos llegado a un punto máximo de interconexión entre las personas a través de los móviles y de esa famosa aplicación de mensajería instantánea, el WhatsApp, sin la cual parece que hoy ya nadie podría sobrevivir. No dudo de las bondades y utilidad de esta y un sinfín de aplicaciones más de las que nos ayudamos cada día. Sin embargo, creo que urge reeducar a las nuevas generaciones en el uso, no en el abuso. Cada vez son menos los capaces de despegarse del móvil, pendientes del último mensaje o la última ocurrencia; incluso ya se ven familias (por ejemplo, en el momento de las comidas o paseando) más pendientes del móvil que de quienes tienen al lado. Parece que hoy es más importante estar conectados que conectar de verdad con las personas. Ni los emoticonos más expresivos lograrán nunca sustituir la riqueza del encuentro y la verdadera comunicación entre los seres humanos.

Urge recuperar la verdadera comunicación como relación personal; que nos saque del egoísmo de la banalización, de lo impersonal, de los mensajes que no aportan nada, por no hablar de los mensajes mentirosos y destructivos. Y sean bienvenidos los aparatitos cuando verdaderamente nos sirvan para ser mejores personas, cuando se producen verdaderos actos de comunicación siempre que parte de mí llegue al otro y parte del otro llegue a mí. Pero hemos de reconocer que, en general, nos estamos alejando de ese tipo de comunicación para dejarnos invadir por el mero traspaso de información (sea o no veraz) y un incansable ejercicio de verborrea. No dejemos que unas herramientas que tendrían que estar a nuestro servicio terminen por esclavizarnos, dominando casi todas las áreas de nuestra vida. No se trata, por supuesto, de volver a la Edad de Piedra, pero sí de racionar el uso, con prudencia y sabiduría; priorizando y disfrutando de la auténtica comunicación con familiares y amigos, incluso de los necesarios silencios.