De un tiempo a esta parte, la voz de la calle, de la ciudadanía en general, protagoniza la agenda social y hasta política. Desde el ya histórico 8 de marzo de este año, con las multitudinarias concentraciones en defensa de la igualdad de oportunidades entre mujeres y hombres, a las manifestaciones de miles de pensionistas, reclamando la revalorización de sus ingresos; sin olvidar la legítima reclamación contra la derogación de la prisión permanente revisable. Todas y cada una de ellas representan la voz de la calle y, más allá de la aquiescencia que los lemas generen entre nosotros, lo cierto es que podemos colegir que la gente ha recuperado ese espíritu crítico que no necesariamente se identifica con colores políticos ni mucho menos con consignas más o menos demagógicas.

Asistimos, por tanto, a un nuevo despertar de la calle en asuntos de calado que en esta tierra -Castilla y León-, menos dada a la protesta y a la algarabía, ha echado a las calles a miles y miles de ciudadanos, con independencia de ideologías y opiniones.

No deja de ser una muestra, una vez más, de que la sociedad va por delante de sus representantes políticos y de que los verdaderos problemas de la gente no son los que, precisamente, monopolizan muchas veces las sesudas sesiones parlamentarias y los debates de las formaciones políticas. Bien harían unos y otros en escuchar la unánime voz de la calle, alejándose de oportunismos como esa forzada propuesta de Pedro Sánchez de equiparar la subida salarial del 0,25 por ciento de los pensionistas a diputados y senadores.

Cuando la capacidad política y la iniciativa legislativa van a rebufo de la realidad de la calle es cuando más se pone de manifiesto esa flagrante incongruencia entre la propia gente y entre quienes asumen legalmente la representación de los ciudadanos. De ahí que la apelación a la llamada democracia participativa adquiera cada vez más sentido como fórmula de interlocución y de conexión real entre unos y otros.