Yla cosa continúa, lo de la manipulación, lo de querer hacernos comulgar con ruedas de molino, lo de tratar de aprovechar cualquier circunstancia para idear una historia con la que desprestigiar a los partidos políticos rivales, aunque tenga que ser a costa de empeorar el equilibrio en la sociedad. Basta que haya una mosca en una carnicería para echar por tierra la higiene y salubridad de todos los mercados. Basta que llegue unos minutos tarde el autobús para decir que el servicio de transportes urbanos es una bazofia. Y por contra, basta con que unos cuantos chavales consigan firmar un contrato miserable, con una duración ridícula, para decir que está mejorando el empleo; o que aprovechando que a determinado gerifalte le han atendido a cuerpo de rey, en la sanidad pública, se afirme que todos los pacientes gozan de habitación individual y enfermera a su entera disposición.

Así ha sucedido también con el uso descarado y partidista de la muerte de un senegalés en el popular barrio de Lavapiés, en Madrid, hace apenas unos días. Hubo quienes dijeron que la muerte era imputable a la policía, y cuando se supo que había obedecido a un infarto entonces esos mismos personajes le echaron la culpa al sistema capitalista. Ahora que se sabe que fue la policía municipal quien intentó reanimarlo, no ha habido nadie que haya rectificado, que haya pedido perdón, que haya dimitido de su cargo. Porque el caso es arrimar el ascua a su sardina, sin importarles demasiado la vida del desafortunado inmigrante.

Hay quienes son capaces de utilizar el sufrimiento ajeno con tal de promocionar determinadas siglas, aunque estén corriendo el riesgo de que, al echar siempre la culpa a los mismos, llegue a resplandecer la verdad, dejando las miserias al descubierto, y poniendo en evidencia la burda manipulación de los hechos. Porque quienes son protagonistas de este tipo de escarnios, pertenecen a un grupo que está acostumbrado a vivir en medio del bochorno y que, creen que se tipo de actuaciones son un antídoto contra el sistema.

Alguno de esos bocazas llegó a decir que "la policía no estaba para castigar un barrio", y todo el mundo estaría de acuerdo con ellos, si se hubiera dado tal circunstancia. Pero lo cierto, es que la cosa no sucedió así, sino que un montón de individuos, azuzados por radicales, llegados de una y otra parte de la ciudad, la emprendieron a porrazos con el mobiliario urbano y con las lunas de los establecimientos, mientras prendían fuego a contenedores, bicicletas, y destrozaban todo lo que se les ponía por delante. De hecho, el firme de las calles, en poco tiempo, se llenó de cristales e inmundicia. Los establecimientos de restauración, que por allí son acogedores y abundantes, se vieron obligados a echar el cierre, y las tascas y tabernas llegaron a perder la caja de esa tarde noche de finales de invierno.

Estoy en condiciones de decir que eso sucedió de esa manera, al menos durante las horas que permanecí en el barrio. Pues durante ese tiempo, no vi a ningún policía destruyendo nada, ni agrediendo a nadie, sino en un tenso compás de espera, vigilando para que la cosa no se desmadrara demasiado. Fue esa una tarde noche con sabor agridulce, pues el buen rato pasado en la función a la que había asistido, en el teatro nacional, ubicado en pleno centro del barrio, se vio atribulada por el fallecimiento, en plena calle, de manera repentina, de una persona joven, y por la actuación desmedida de grupos de individuos, hábilmente manipulados por vaya usted a saber quién y con qué intenciones.

Este barrio, antes castizo, hoy cosmopolita, suele gozar de un ambiente que gusta a jóvenes y bohemios, donde lo mismo puede verse a Ian Gibson cenando en algún bareto, que a Alberto San Juan camino del pequeño teatro, regentado por una cooperativa, en la calle Zurita. Es éste un barrio de casas antiguas, en gran parte rehabilitadas, que le dan a Madrid un aspecto equivalente al que se respirara a finales del siglo XIX. Un barrio entrañable, que estos últimos días se ha visto salpicado de odio y violencia, de humo y olor a quemado, de golpes y carreras, amenazando acabar con la rutina de tomar un café o una cerveza en el bar de siempre donde se ven los típicos vecinos de toda la vida, o gente variopinta, de distintas procedencias. Un ambiente de barrio con el que no han podido acabar los tiempos modernos, que continua adelante a pesar de convivir en él más de ochenta nacionalidades diferentes, o quizás sea, precisamente, por eso.