La sangría demográfica que afecta a la provincia incluye de lleno a la propia capital zamorana, otrora destino de quienes abandonaban los pueblos en busca de mejores perspectivas que las que deparaba el ámbito rural. Y, dentro de la capital, la ciudad, supuestamente, de mayor pujanza en un territorio amenazado claramente por la despoblación, es el casco antiguo el que más se resiente de la marcha de sus antiguos vecinos.

El goteo de los últimos años se ha incrementado notablemente y en apenas una década son casi 2.000 personas las que han abandonado viviendas situadas en una zona que, paradójicamente, se presenta desde las instituciones como el atractivo cultural para el turismo al concentrarse en la Zamora histórica la casi completa nómina de monumentos y lugares de interés. Hasta páginas especializadas y aplicaciones donde los turistas valoran los sitios que visitan, el casco antiguo de la capital zamorana se sitúa entre los más atractivos y merece calificativos como "impresionante" y otras alabanzas.

Sin embargo, este pedazo de la ciudad donde se asientan sus orígenes como urbe, languidece y se degrada a un ritmo creciente. Los años que han marcado ese declive poblacional antes señalado son, en tiempo, casi los mismos que lleva estancada la herramienta de ordenación urbana municipal: la renovación del Plan Especial, paralizada desde 2011 y aún a la espera. La remodelación iniciada décadas atrás con el cambio de pavimento y saneamiento, con aciertos y errores, contó con la ventaja de la financiación a través de los fondos europeos que al actual equipo de Gobierno se les ha negado en dos ocasiones al existir, ahora, criterios más restrictivos desde Europa a la hora de repartir el dinero. La Ley Montoro, que impide la inversión del superávit municipal en obras que, como las que requeriría una intervención a fondo, conllevan gasto de mantenimiento, viene a añadirse a la larga lista de dificultades de las que se muestran más que hartos, y con toda la razón, tanto los habitantes como los comerciantes de la zona.

Ninguna de las pretendidas actuaciones, como la puesta en marcha del Museo Baltasar Lobo, la remodelación del Castillo o la sede del Consejo Consultivo ha variado un ápice el "terror vacui" que manifiestan los pocos interesados en abrir negocios en la capital zamorana cuando se les habla de una ubicación más allá de la Plaza Mayor. Existen ejemplos palpables: veteranos establecimientos que desaparecen a medida que se jubilan sus dueños, dejando una estela de locales vacíos que se suman a las cicatrices en forma de solar o de viviendas en ruina. Pocas sensaciones pueden resultar tan contradictorias como pasear por la plaza rebautizada ahora en homenaje al poeta Jesús Hilario Tundidor y contemplar, más allá del busto en honor a Sor Ignacia Idoate, la magnificencia de la trasera del Palacio de la Encarnación, frente a un solar vacío, casas semi arruinadas, aún habitadas, al lado de la espléndida Santa María la Nueva y, cerrando el espacio, un edificio abandonado que desvela sus tripas de desolación cada vez que el viento agita las persianas de balconadas desde hace tiempo ya sin cristales.

Y eso es lo que percibe el turista. Sonroja ver algún video promocional de nuestra justamente afamada Semana Santa con el impresionante cortejo de la Hermandad de la Buena Muerte desfilando por la calle Zapatería en los Barrios Bajos, es decir, bordeando un muro que se alza frente a un inmenso solar rematado con las pintadas que por doquier se encuentran en lugares que, en otras ciudades, merecerían un trato privilegiado y se encuentran en un estado lamentable, como el mirador del Troncoso. Incluso algunas de las más señeras procesiones tienen dudas sobre los itinerarios a la salida de la Catedral por el estado de una vivienda en plena Rúa, que amenaza con desplomarse. No es de extrañar que en 2016 un informe sobre urbanismo calificara el casco antiguo zamorano como lugar proclive a la "infravivienda" y al "conflicto social". Hablamos ya de cuestiones que afectan a la seguridad de las personas, sobre todo en concentraciones multitudinarias como sucede en los días santos.

Toda esta vergüenza no es repentina ni fruto de una única gestión municipal. Cierto es que se trata de todo un desafío afrontar la reordenación y revitalización de una zona de dificultad especial por la trama urbanística de Zamora, debido, en primer lugar, a su disposición: el centro histórico está situado en el extremo oeste y no coincide con el centro administrativo y económico de la ciudad. De ahí que cada intervención para peatonalizar el casco histórico, aplaudida en otras ciudades, aquí se haya saldado siempre con incontables polémicas.

Pero si a eso se le suman políticas urbanísticas que propician la marcha a otras zonas de más fácil acceso, donde la vivienda resulta más barata, y nada se hace para frenar las bolsas de solares vacíos que van sumando ruina tras ruina. Si, además, la obtención de licencias para abrir negocios es aún más costosa que el vía crucis de más de un año al que se enfrentan los futuros empresarios de cualquier otra parte de la ciudad, el resultado se acerca a lo que tenemos actualmente: un desastre.

Los vecinos reclaman mayor flexibilidad para la construcción de viviendas y en apertura de comercios, ya que entienden que las limitaciones del actual Plan en vigor son excesivas y costosas de afrontar. Se sienten aislados por una peatonalización que, sin alternativas, los deja en completa soledad y apartados del resto de la capital, sin ninguna ventaja que ofrecer frente a un centro, más allá del límite del antiguo cerco amurallado, donde existe más facilidad para circular y para aparcar el automóvil. El autobús urbano que más se acerca a la zona para en la plaza de Sagasta, a un kilómetro del otro extremo, la Catedral. Piden un plan de actuación que será complejo de llevar a cabo porque son muchas las aristas a sortear. Pero tal actuación se ha convertido en una cuestión de urgencia porque la vida se escapa entre las viejas piedras de Zamora.

Las protestas de vecinos y comerciantes tienen, por tanto, una base incuestionable, aunque la actuación pendiente requiere de un particular cuidado, puesto que se trata del frágil equilibrio, siempre difícil de alcanzar, entre la conservación y la puesta al día para evitar que la postal que se pretenda preservar equivalga, finalmente, a la de un cementerio.