Vistos a gran distancia, el perfil de San Geminiano, en la Toscana, y el de Manhattan, se parecen bastante. Nada extraño: en ambas colonias humanas, tan alejadas en millas, tiempo y tamaño, el poder de los señores o los potentados del momento se manifestaba levantando torres, cada uno buscando subir más arriba. En Manhattan esa voluntad estaba a veces menos personalizada, al formalizarse el poder en grandes corporaciones, pero en el caso de Trump la identificación personal es total: la Trump Tower es sede de su imperio empresarial, y también su residencia, desde la que siempre ha ejercido el poder. Hay algo primitivo y regresivo en el personaje, una suerte de atavismo en formato kitsch. Ahora bien, ese primitivismo que detestamos sería justamente el que, ante mucha gente, lo dota de magnetismo: en todo carisma hay una invocación a una fuente remota de fuerza y legitimidad.