Los 80 han vuelto, eso dicen algunos. Lo cierto es que tal afirmación responde solo a la nostalgia inspiradora de programas televisivos dedicados a los millennials que desconocen o, lo más grave, desprecian, años decisivos de nuestra historia.

Que no vuelvan las hombreras sería como para aliviarse si no fuera porque los mismos que vivimos un tiempo que solo parecía poder ir a mejor, vemos asomar la patita a algunas de las cosas que empañaban aquella época en los que España encarnaba el espejismo de la progresía con unos barbudos que pasaban bastante menos tiempo atildándose que los hípsters de cuidado desaliño de ahora. Había cierta consciencia de que el tiempo corría en contra nuestra.

Resultó que tenían razón. Regresan fantasmas que pensábamos haber dejado atrás, los de los consejos de guerra a Pilar Miró por "El crimen de Cuenca" o a Boadella y Els Joglars, que también tuvieron que responder ante un tribunal militar por ejercer de cómicos poco antes de que se inaugurara aquella década prodigiosa en la que las ansias de libertad convivían con el pelo de la dehesa que aún restaba por caer de una melena sin acicalar durante 40 años de estulticia.

Eran los días en que la "Movida madrileña" derrochaba talento, aunque las musas y musos (atendiendo a los cánones paritarios actuales) de La Chica de Ayer vivían en constante peligro de morir en cualquier portal, con una aguja clavada en el brazo. Esos años en que liberarse de las ataduras visibles e invisibles de la dictadura tenía un precio, a menudo tan alto como la vida.

"El crimen de Cuenca" se convirtió en mito cinematográfico que relataba una parte siniestra de la historia que era necesario revisar como examen de conciencia. Y se pudo estrenar en salas de cine que han sido pasto de la burbuja inmobiliaria.

Otras veces, el escándalo suponía una ayuda extra para hacer caja. Te ponías a la cola del cine como si te abocaras al Infierno de Dante para ver "Je vous salue Marie" y, la verdad, resultaba más impactante la manifestación paralela de grupos católicos rezando el rosario en desagravio por nuestras almas pecadoras de espectadores. Aquellas concentraciones marianas resultaron providenciales para salvar la taquilla del petardo que nos coló Goddard. Al menos, esa fue la conclusión de los que salimos con la sensación de haber hecho el primo y llenarle el bolsillo al cineasta francés. Vimos, opinamos y decidimos. Se supone que esa era la base de la democracia que intentaba consolidarse entre los asesinatos inmisericordes de ETA, los estertores de sangre de la extrema derecha y los tiros al aire de Tejero en el Congreso. Un tricornio y un bigotón que acumula parodias desde hace 27 años. Porque sí, siempre la parodia nacional se mantuvo detrás, revistiendo de humor nuestro lado más oscuro.

Con semejantes antecedentes, resulta paradójico que obras maestras de Berlanga como El Verdugo pasaran por la censura en pleno franquismo. En esta isla mínima de libertad de expresión en la que nos van cercando, la descarnada mordacidad del mejor alegato contra la pena de muerte en la historia del cine, quizá hoy hubiera encontrado el reparo de alguna asociación que velara por los derechos de este o aquel colectivo, o del fiscal de turno.

Buñuel iría a parar directamente a Soto del Real por Viridiana. Allí, en compañía de mentes retorcidas como el mencionado Berlanga, Rafael Azcona, Tip y Coll, Gila o Chumy Chúmez, Summers y demás "codornices", no habría dado abasto con tanto material sensible ocupando celdas. Rateros de altos vuelos e independentistas iluminados y coñazo dan para una eternidad de sarcasmo.

Ninguno de aquellos maestros de la ironía feroz y descacharrante que alumbraron con su humor lo más negro de una era de difícil resistencia, resultaría lo suficientemente equidistante y políticamente correcto para estos tiempos. Hemos estrechado tanto el ojo de la aguja que el hilo de la libertad de expresión anda hecho un ovillo y las amarras nos ciegan. En esos 80 una teta al aire además de anunciar un gel de baño con aroma a limones del Caribe, presagiaba el fin de la represión sexual. Hoy, hasta la maja desnuda de Goya está en entredicho. Nada se salva, todo es sospechoso, como en Salem.

La lógica indica que para diferenciar la libre elección de los intolerables machismo, sometimiento, violencia de género y otros delitos a erradicar, además de la deucación y una ley justa, está el sentido común. De educación cojeamos y de sentido común, ya se sabe, el menos común de los sentidos, andamos escasos en todas partes, incluidos los legisladores y también quienes aplican esa ley de forma desproporcionada mandando como reo a un rapero por canciones cuyas letras, en los 80, se habrían cantado en la Bola de Cristal. Paloma Chamorro, más que la provocadora Edad de Oro dirigiría una Edad de la Inocencia ñoña y puritana donde la única crucificada, de persistir en su inconformista actitud, sería ella. Aún más de lo que lo fue entonces por ejercer un derecho contenido en un texto que se había votado en 1978: la Constitución Española, esa que queremos reformar pero algunos de cuyos contenidos hemos olvidado demasiado pronto.

Prohibidas quedarían novelas como Memoria de mis putas tristes de García Márquez, (otra obra que no me gustó, pero que pude leer para llegar a esa conclusión), Muerte en Venecia, de Thomas Man o Lolita, de Nabokov. Aún no quemamos libros, de momento solo los secuestramos.

No me extraña que Forges haya encontrado razones para ausentarse, por mucho que duela, porque hasta ahora nos salvaban humores como el suyo, capaces de representar una sociedad cretina y mediocre como esta, donde delincuentes confesos comparecen en el Congreso de los Diputados para señalar a los demás con el dedo y afirmar que algunos, en sus escaños, se sientan desnudos. Y el hedor que llega no recuerda precisamente a los limones del Caribe.

Uno se levanta por la mañana y parece haber perdido el sentido del espacio y del tiempo. Lo del tiempo me queda aún confuso, pero al espacio ya le pongo nombre: España, que ahí tenemos a Puigdemont o Anna Gabriel, disparando con certera puntería la Escopeta Nacional, desde Waterloo a Ginebra. Ya ves, Berlanga, hasta los catalanes, han dado sepultura al seny y te ha adelantado por la derecha en este desatino.