La Cuaresma, la Semana Santa y la Pascua de Resurrección forman una secuencia cristiana que condensa también la realidad vital del devenir humano. Sería demasiado masoquista celebrar solo la muerte de Dios, tan patético como recordar únicamente a los familiares en el féretro. Es, eso sí, la memoria de un acontecimiento que supuso un antes y un después en la historia de la humanidad.

Ha habido intentos de borrar ese acontecimiento y se han organizado también grotescas representaciones para liquidar al mismo Dios de la faz de la tierra. Hace poco más cien años, exactamente el 16 de enero de 1918, se incoó un proceso en Moscú denominado "Juicio del Estado Soviético contra Dios por sus muchos crímenes contra la Humanidad". Se "sentó" en el banquillo a una Biblia y presidió el tribunal Anatoli Vasílievich Lunacharski, experto soviético en religiones.

La acusación expuso los delitos que Dios había cometido, los fiscales presentaron las pruebas basadas en testimonios históricos y los abogados defensores pidieron la absolución por tratarse de "un acusado con grave demencia y trastornos psíquicos". El presidente del tribunal leyó la sentencia: condena a muerte a Dios y la ejecución al día siguiente. Poco después del amanecer del 17 de enero, un pelotón de fusilamiento disparó cinco ráfagas de ametralladora contra al cielo.

No consta que dieran en el blanco, pero sí hay constancia de que durante la vigencia del marxismo-leninismo en la Unión Soviética fueron asesinadas 62 millones de personas, que es mucho más grave que el fusilamiento simbólico de Dios. Esta cifra la proporcionó el periódico "Izvestia" el 30 de octubre de 1997, citado por Federico Jiménez Losantos en su reciente ensayo "Memoria del comunismo".

Estas "hazañas" deicidas y humanas emanan de la misma tesis perversa de que es preciso aniquilar a quien cuestiona y no acata las ideas que propugna quien ostenta el poder. La historia está plagada de estas depravaciones contra el prójimo, reducido previamente a escoria, empleando métodos y descalificaciones según la época, siempre al socaire de una concepción totalitaria y excluyente del ser humano. Sin embargo, Dios siguió existiendo después de la revolución soviética y de las balas lanzadas por las ametralladoras leninistas.

Es muy antigua la idea de querer eliminar a Dios para suplantarlo por otros dioses más manejables y aparentemente benéficos. Como es también muy obsoleta la percepción de la religión como instrumento para apaciguar las desdichas e injusticias de este mundo, aceptándolas como necesarias para alcanzar la vida eterna. Esto equivaldría a vivir en una Semana Santa permanente. Dios no se encarnó para que lo crucificaran, sino para vencer a la propia muerte con su resurrección y mostrarnos que "la muerte no es el final del camino, ni somos carne de un ciego destino", como proclama una emotiva canción compuesta por el sacerdote Cesáreo Gabaráin Azurmendi.

Desgraciadamente, a Dios se le sigue crucificando cada vez que se mata a un ser humano por sus creencias, por sus ideas o por ser distinto a los demás. Este es el corolario de este ciclo litúrgico, que comienza con la Cuaresma y concluye con la Resurrección.