En mi juventud pensaba que escribir era el mejor de los oficios y, por si esto no bastara para dejarme seducir por la escritura, que mediante tal ejercicio podría cambiar el mundo.

Hoy sé que el escritor vive en un permanente estado de frustración. También, que los comentarios de un columnista en el periódico local que le halaga publicando sus escritos nunca cambiarán nada, sin embargo, sigo pensando que sentarse en la soledad del escritorio frente a un folio en blanco supone un acto de valentía y esto, enfrentarse a uno mismo, es suficiente para seguir creyendo en la palabra escrita.

Por ello, definitivamente seducido por la escritura y convertido en su ocasional amante, emplazo a nuestros representantes públicos a que se rebelen contra esa especie de apatía institucional que invade a esta provincia, de parte a parte, por más que desde los diversos colectivos sociales se denuncie a gritos el abandono que padece.

Les recuerdo que se deben a quienes les han votado y, con el obligado respeto, les pido que no cejen en defender a los zamoranos y sean inasequibles al desaliento en la exposición de sus demandas. Que se hagan oír, que argumenten, que busquen, que llamen, que insistan, que incordien ahora que todavía es tiempo. Lo hago sin estridencias pero con la firmeza de las propias convicciones porque presiento que de no tomarse medidas veremos, a no tardar, convertida en inmenso campo de luciérnagas la que antaño fuera tierra de copistas y cuna de regias damas.

Con este convencimiento, les exhorto a que huyan del servilismo partidista y hagan de los ciudadanos el centro de sus desvelos. A que desarrollen programas que fijen población. A que doten de infraestructuras y servicios a la zona rural. A que apuesten por la producción agropecuaria. A que fomenten las iniciativas. A que primen la creatividad. A que busquen financiación por crear empleo. A que tengan el valor de alzar su voz reivindicativa en las consejerías, en los ministerios, en asambleas, en seminarios, en comisiones y plenos, en cualquier tipo de foro por mucho que incomode o por más que les tilden de pedigüeños.

Lo que pido a nuestros representantes políticos, a todos sin distinción de siglas, es que luchen por esta tierra que agoniza ante la indiferencia de las instituciones. A fuer de parecer osado, lo hago siguiendo mi propio mandato y con la legitimidad que me da haber nacido en ella porque está en juego su supervivencia. La de un pueblo fronterizo, mitad monje mitad guerrero, protagonista de gestas que cantaron los juglares y perpetuaron en piedra, para orgullo de lugareños y asombro de caminantes, anónimos canteros.

El paisaje es desolador, sin duda. A poco que uno mire encontrará razones para el desencanto pero, en honor a la verdad, habrá que decir que no todo es derrumbe: ocasiones hay en las que aún se atisba la esperanza. Sucede que mientras alguien persiga con determinación sus sueños no todo está perdido y aquí, por fortuna para nosotros y a pesar del escaso reconocimiento que se les presta, existen colectivos y gentes que se han propuesto hacer realidad los suyos.

El Grupo Poético Almena, la Federación de Asociaciones Espigas o el reciente finalista del premio Adonais, David Refoyo, son algunos, pero no los únicos que trabajan en este empeño alejados de cámaras y flashes. A falta de espacio para reseñar sus nombres, mi gratitud a todos ellos. El coraje del que hacen gala es envidiable y supone un soplo de aire fresco para esta provincia en la que tan difícil es soñar, sin embargo, sus logros no debieran distorsionar la realidad.

El paro, la ausencia de expectativas, el éxodo de los jóvenes, la precariedad laboral, las carencias de la sanidad pública o las decenas de pueblos a punto de desaparecer, evidencian que alguien no está haciendo bien su trabajo. Por ello, es de razón gritar tanta desolación. Con firmeza. Sin complejos. Hasta quebrar, si fuese preciso, la garganta. Al fin y al cabo, se trata de reivindicar nuestros derechos.

Tan sólo eso. Exigir a quien corresponda respeto para esta tierra, porque estar en la periferia peninsular no justifica el olvido al que parece condenada.