Todos los años por esta fechas, coincidiendo con el primer domingo de febrero, los medios de comunicación españoles nos meten entre pecho y espalda la retransmisión de la final de la National Football League, más conocida popularmente en los Estados Unidos como Super Bowl. Y no hay forma de evitarlo salvo apagando radios y televisiones y no leyendo periódicos. Viene a ser algo así como la cucharada de aceite de ricino de nuestra ya lejanísima niñez. Te resistías todo lo que podías pero al final abrías la boca y tragabas aquel líquido aborrecible.

El fútbol americano es una versión deformada del rugby europeo, nació hace unos cien años y lo juegan once contendientes contra otros once. En los Estados Unidos de América del Norte tiene gran número de adeptos y, como es un negocio que mueve muchísimo dinero (más que las Olimpiadas y más que los Campeonatos Mundiales de Fútbol), hay un gran interés en que su práctica se extienda al resto del mundo. Está considerado como uno de los deportes de contacto más peligrosos por la violencia de los choques entre los jugadores, que han de proteger su integridad física con trajes acolchados y máscaras de hierro muy parecidas a las de los guerreros medievales.

Últimamente se desató una gran polémica en los medios al acreditarse secuelas de daño cerebral en algunos profesionales veteranos como consecuencia de los golpes recibidos en la competición cuando estaban en activo. Ignoro cuánto hay de cierto en esas acusaciones pero que la práctica de ese deporte (pese a las medidas de protección) deja secuelas parece algo más que una sospecha. De hecho, del presidente republicano Richard Ford llegó a decirse maliciosamente que sus repetidas caídas, despistes y meteduras de pata había que atribuirlas a sus muchos años de práctica del fútbol americano sin casco.

Sobre el asunto de las lesiones (reales o fingidas) en ese deporte dirigió Billy Wilder una película divertidísima, "En bandeja de plata", en la que tuvieron papeles estelares Jack Lemon y Walter Mathau. Lemon representaba a un cámara de televisión que durante la transmisión de un partido es arrollado por un famoso jugador. No sufre lesiones de consideración, pero su cuñado, un abogado ventajista que interpreta genialmente Walter Mathau, lo convence para que finja haber quedado poco menos que inválido con la promesa de recibir una cuantiosa indemnización si la reclamación va adelante y la compañía de seguros se aviene a ello. La peripecia, que concluye con el desistimiento del supuesto perjudicado a seguir representando su papel, le sirve a Wilder para echar una mirada irónica sobre el mundo del deporte y sobre la litigiosidad enfermiza de abogados oportunistas.

Comprendo el objetivo comercial y político de extender el interés por el fútbol americano al resto del imperio, pero al que suscribe le parece desproporcionado el tratamiento mediático que se le da al acontecimiento. Una desproporción que le recuerda los intentos del primer gobierno socialista (con Solana en el Ministerio de Cultura) para arrinconar el boxeo y aficionar a los televidentes a la NBA. Nunca hubo tantas madrugadas de baloncesto americano.