El otro día haciendo un traslado en la oficina me dispuse a limpiar junto a un compañero un armario en el que podría haber unos quinientos libros. Empezamos a apilarlos fuera y a meterlos en una caja pero observamos que pesaban extraordinariamente poco. Comenzamos a abrirlos. A hojearlos y ojearlos. Y: sorpresa. Estaban en blanco.

Se les habían borrado las frases, las letras, los renglones, los personajes, tramas y capítulos. Por eso, sin esa carga de tinta, despojados de literatura, pesaban menos. Supusimos que eran libros con fechas de caducidad. Es decir, libros que si nadie lee en un tiempo se borran. Supusimos eso pero enseguida, dado que somos gente perspicaz, caímos en la cuenta de que eso es imposible. Viéndonos tan apurados acudió en nuestro auxilio una compañera. Podéis escribir esos libros, así volverían a tener argumentos, amores, crímenes, grandes gestas, viajes, guerras, nacimientos, coitos, de todo. Dejarían de estar en blanco. Y lo dijo así. Ella habla así de bien y de corrido. Si yo intentara una frase tan variada y concatenada seguro que no acertaría a decirla. Mi compañero contestó que él estaría dispuesto a escribir uno, dos o tres a lo sumo, pero que allí había demasiados libros. Yo pensé. No me comprometí. Hice un gesto como de entusiasta desgana o de desganado entusiasmo. O bueno, no sé, el caso es que hice un gesto cuando lo que en realidad tenía que haber hecho es haberme ido a tomar una cerveza. No he ido todavía a ningún bar donde la carta se haya borrado por el desuso, pero en caso de que así fuera yo no tendría problema, pediría una cerveza y punto. O punto y coma. Mi compañera continuó insistiendo y yo quedé allí, varado, patidifuso aunque más difuso que pati. Comencé a imaginar historias. Una, por ejemplo, para un libro que se titulaba (sí, en efecto, no sé por qué las portadas estaban intactas) El hombre que mató a un caballo. Pero lo dejé pronto. Me concentré en otro cuyo título era más evocador: El año sin verano. Pude imaginar, calculo, unas tres páginas, pero rápidamente me llamó la atención otro volumen en cuya portada ponía: Actas parlamentarias de Castilla y León, año 1998. Y ahí, sí, ahí vi yo un material literario indiscutible aunque engolfado en libros, el reloj avanzaba y se iba haciendo la hora de comer.

Yo siempre he intentado comer de la literatura, pero no iba a dejar de comer por la literatura. Y menos por la literatura en blanco, que es género enigmático. Me fui a comer. Y en ello estoy, esperando que el magro con tomate deshaga el mal sueño y a mi vuelta los libros vuelvan a estar escritos. Me da miedo seguir abriéndolos y que estén en blanco.

Pudiera ser una enfermedad contagiosa y que yo, infectado por tocarlos, la transportara a la biblioteca de mi casa.

Quedarían en blanco Joyce, Borges y Cela, Cortázar, Vargas Llosa, Delibes, Gloria Fuertes, Thomas Mann, el Gallo Claudio, Estébanez Calderón, Remick, la Campoamor, Elvira Lindo, los tomos de Astérix, yo qué sé, cientos de autores. Todos en blanco. O, mejor dicho, en blanco yo, pasando páginas sin letras ni palaras ni frases y oraciones. Fui a lavarme las manos. Me lavé la cara también. Quería volver a la oficina. Pagué. Salí a la calle. Me limpié una mancha de flan con nata que llevaba en la pechera y sentí una caricia de aire frío en la mejilla. Sentir una caricia de aire frío en la mejilla siempre es muy literario pero a mí me da como dolor de mejilla. La calle estaba animada. Y todos los carteles y luminosos, en blanco.