Murió a los 91 años Paul Bocuse, que era Francia. Exactamente lo que ayer expresó de manera solemne, Gérard Collomb, ministro del Interior y exalcalde de Lyon. Creció en los brazos de la Mère Brazier, la madre de todos los guisos, después de que su padre, Georges, le hubiera enseñado a preparar unos riñones de ternera. Con Fernand Point, el chef más alabado por Curnonsky, descubrió en La Pyramide el orgullo de cocinar, la rehabilitación del plato, la magnificación de algunos de los productos más simples. Y con Point aprendió también a saludar en el comedor, algo que no dejaría de hacer jamás cuando las legiones de curiosos y gastrónomos de todo el mundo acudían en peregrinación a su restaurante de Collonges.

Creó una escuela y puede decirse, aunque no sea del todo exacto, que fue el padre de la nouvelle cuisine. En cualquier caso, supo cultivar su imagen mejor que nadie por medio del humor y la fluidez. Si alguien quiere un ejemplo mayor de galicismo, llevaba tatuado un gallo que según explicaba le hicieron unos soldados americanos que le salvaron la vida. Él mismo era la grandeur. Francia, Collonges, los de siempre, el personal que permanecía a su lado fielmente durante décadas. Con él pervivieron la sopa de trufas negras y foie gras cubierta de una fina capa de hojaldre, creada especialmente para el día en que Giscard d'Estaing le impuso la cruz de la Legión de Honor; la longaniza de cerdo de Lyon envuelta en brioche, o el gratén de cangrejos de río. Bocuse, el Papa de la cocina, innovó pero jamás se apartó de sus principios: mantequilla, huesos, crema y vino, con ellos batalló hasta el final de su vida. Últimamente se le oía decir que la cocina estaba de duelo, como el pollo.

Intocable, nadie le pone la mano encima a una divinidad, mantuvo durante más de cincuenta años las tres estrellas Michelin. ¿Quién se hubiera atrevido a quitárselas al Rey Sol?