El actual debate sobre el sistema de pensiones en España no es nuevo. Quien más quien menos tiene consciencia de que el actual modelo es, desde el punto de vista social y económico, extremadamente difícil de mantener durante las próximas generaciones.

Pero antes de ahondar en las características de este sistema, que parece en estos días el culpable de causar un buen roto en los Presupuestos Generales del Estado, habría que hacer un análisis sosegado y serio de las partidas de gasto público que aún son más insostenibles. Sin ir más lejos, el montante que supone mantener una sobredimensionada representación política en un país tan descentralizado, así como la supervivencia de una tupida red de organismos, muchos de ellos con funciones solapadas entre sí. Sin duda, esta realidad exige una revisión profunda en base a criterios de viabilidad y eficiencia. Y para ello es necesaria la decidida intervención de gobiernos valientes que antepongan el equilibrio presupuestario y la racional sostenibilidad del estado de bienestar a los intereses partidistas y electorales.

Precisamente, el término ahorro no es sinónimo de español. Somos, en general, poco dados a la previsión económica y a procurar llenar la hucha doméstica para la jubilación. Así que, cuando concluye la vida laboral, dependemos casi en su totalidad de la prestación pública.

Hasta hace muy poco, el Fondo de Reserva de la Seguridad Social para las pensiones, aprobado en 1997 con el llamado Pacto de Toledo, llegó a tener un saldo superior a los 66.000 millones de euros. Ahora que el Fondo no solo se ha vaciado prácticamente, sino que la Seguridad Social es deudora del Tesoro Público, muchos cotizantes prevén que el sistema no tendrá recursos para pagar las pensiones del futuro. Es cierto que el dato es preocupante, pero también lo es es que ese fondo se creó como ayuda para superar los años de crisis y mayor recesión económica.

Tampoco podemos desdeñar otro de los problemas que ha venido a agravar el sistema de pensiones de reparto en España. Este es el caso de la jubilación anticipada, ya que, por un lado, se pierde un cotizante y, por otro, el sistema público se carga con un nuevo perceptor de la prestación. Y si a ello unimos el aumento de la esperanza de vida, el resultado es que no son pocos los ciudadanos que acabarán disfrutando más años como beneficiarios de la prestación pública que como cotizantes propiamente dicho a lo largo de la vida laboral.

La reforma de las pensiones de 2013 ya supuso una reducción de esta carga presupuestaria, por cuanto penalizaba la jubilación anticipada y primaba la prolongación del trabajo más allá de la edad legal de jubilación. Y, aunque a partir del próximo año, está prevista la inclusión de coeficientes correctores de sostenibilidad, revisables cada cinco años, no parecen medidas suficientes para mantener este modelo, incluso a pesar del escaso incremento anual pactado del 0,25 por ciento.

La solución pasa, más bien, por reformas estructurales y no por propuestas fruto de la improvisación o de mensajes de indisimulado tinte político, como es la creación de nuevos impuestos a la banca y que, evidentemente, terminaríamos pagando todos. Al contrario, las reformas pasan por el recorte de todo gasto público innecesario, por la convicción empresarial en la creación de empleo de calidad y dignamente remunerado en función del beneficio obtenido, por reforzar los medios para terminar de una vez con el fraude fiscal y por poner fin a la deleznable corrupción. O sea, reformas profundas que van más allá de un mero proceso cosmético.