Lo confieso públicamente: tras las vacaciones, sean de verano, Navidad o Semana Santa, cada vez me resulta más duro incorporarme a la dinámica laboral. No me había sucedido nunca, pero desde hace varios años he ido notando progresivamente que el regreso al tajo me provoca sentimientos agridulces: satisfacción por volver a reencontrarme con los compañeros y amigos del alma y cierta pereza por reiniciar de nuevo el ritmo que marca la institución donde trabajo: la Universidad de Salamanca. Achaco esta sensación a la fatiga acumulada por las tareas de gestión que vengo desempeñando desde hace algo más de seis años en el ámbito académico, nunca a la edad, porque ejercer únicamente las actividades docentes me sigue produciendo regocijo. Sí, las mismas sensaciones de siempre, como el primer día. Porque soy, ¡quién lo diría!, de esos profesores que ansían encontrarse de nuevo con el rostro de los estudiantes, la atmósfera de las aulas y el pulso diario de las clases.

Esta semana he vivido con intensidad las dos situaciones que relato: si el aterrizaje en el despacho de la Facultad de Ciencias Sociales me producía ansiedad, el roce con las personas que me rodean habitualmente en las tareas de gestión fue el revulsivo que necesitaba. Y también he sentido la emoción de regresar a las aulas, pero en este caso a la Universidad de la Experiencia, en la sede de Benavente, para compartir el tiempo con las personas mayores que tanto aportan a mi vida personal y profesional. Por eso, la tarde del martes fue inolvidable. Reencontrarme, tras varios años, con los rostros de muchos estudiantes que llenaban el aula, compartir los noventa de minutos de clase con ellos, ver que el tiempo pasaba a toda pastilla y mantener una conversación con algunas estudiantes al final del encuentro, ¿cuánto vale? Hay acontecimientos en la vida que no tienen precio, como el que relato. Y lo mismo podría decir de lo afortunado que soy compartiendo el tiempo con mis nuevos compañeros de retos e ilusiones en la Cruz Roja. ¡No tengo palabras!

Por eso, aunque he arrancado esta columna reconociendo esa sensación rara que me produce la vuelta al trabajo, tengo que confesar de nuevo públicamente que no tengo derecho a quejarme. Deben quejarse otras personas cuyas circunstancias laborales son adversas y no tienen la suerte, como yo, de regresar al trabajo tras un paréntesis vacacional, con un sueldo aceptable y unas condiciones laborales más que dignas. Deben lamentarse quienes desempeñan, un día tras otro, trabajos poco creativos, rutinarios o monótonos. Deben enfurecerse quienes trabajan de sol a sol y sus condiciones laborales son tan precarias o los salarios que reciben son tan escasos que apenas permiten algunos caprichos. Deben preocuparse quienes viven pendientes permanentemente de si sus contratos van a renovarse o si, por el contrario, van a ser los próximos candidatos a ingresar en las listas del desempleo. Deben quejarse tantas y tantas personas que cuando quien esto escribe siente cierta ansiedad a la hora de volver al tajo, piensa: ¿pero de qué demonios te quejas, chaval?