Llevo un par de semanas que no duermo ni "aciguo" ni tengo un segundo de reposo. Todo el rato en guardia, con los nervios más alterados que la afición del Madrid. Dicen que estar informado te da un poso de tranquilidad, discernimiento y reflexión. ¡Ja, ja, y ja,! Pones la tele (da igual la cadena) y no salen más que mapas, isóbaras, ruedecitas semitransparentes que quieren decir nieve, paraguas, remolinos blancos que van y vienen por la pantalla como si fueran saltimbanquis enloquecidos? Y sale una señorita (o señor, que de todo hay) que te explica durante minutos y más minutos de dónde viene la tormenta, dónde va, cómo se llama (ahora a las tormentas gordas también las bautizan y les dan partida de nacimiento, fe de vida y certificado de defunción), qué problemas nos dejará, cuántas gotas caerán cada media hora, volumen y peso de las gotas, etcétera, etc. Te acojonas (o como se diga), la verdad es que te alborotas y vas, raudo, a la Enciclopedia Álvarez a releer lo del Diluvio Universal y el Arca de Noé. Pero allí no pone cómo construyó el patriarca bíblico su barco, que acabó en la cima del monte Ararat, muy alto incluso para Jehová. Allí tampoco encuentras salida, así que vuelvo al válium y vuelve, o no se larga, el insomnio.

Apago la tele y enchufo la radio. No se ven mapas ni rayitas ni copos ni gotas, pero casi es peor. Te lo cuentan de pe a pa, casi sin respirar. La ciclogénesis explosiva, los vientos huracanados, los lugares donde lloverá más que el día que enterraron a Zafra (flotaba el ataud de plomo), las nevadas que dejarán intransitables decenas de puertos y cerrarán tal y tal carretera (con sus iniciales y sus números, como si fueran presos), las previsiones para una, dos, tres semanas? Y te vuelves a agobiar, claro. Ves el fin del mundo a la vuelta de la esquina. O Casi.

Con ánimo de relajarte abres el periódico, y, ¡oh sorpresa!, no salen en portada ni el flequillo de Puigdemont ni el papo de Junqueras ni los tacones de Forcadell. Algo extraño ocurre. Profundizas una miaja y descubres el quid: los titulares se lo llevan las nevadas, las carreteras heladas, los caballos intentando triscar en un paisaje blanco. Y junto a lo bucólico, lo apocalíptico: se anuncia un "empeoramiento del tiempo" (así suelen decir aunque haga falta agua); se avisa al personal de que tome precauciones, se bombardea con la necesidad de llevar cadenas, el depósito lleno, hasta una pala plegable, según maravilloso añadido del director general de Tráfico? Ya los cataplines corren por encima de la garganta?

Y echas mano al móvil a ver qué pasa por el mundo y qué se cuenta la tropa. ¡Madre mía!, lo primero que ves es la temperatura que va a hacer en tu domicilio a una hora concreta y el porcentaje de probabilidades de que llueva o nieve. Pero, hombre, ¿quién le ha dicho a la compañía o al satélite o a quien sea que me sacuda con esos datos nada más iluminarse la pantalla? Cosas del progreso y la modernidad. Casi prefiere uno el atraso y la ignorancia meteorológica. Por lo menos no vives acobardado y, como Abraracúrcix, el jefe de la aldea de Astérix, temiendo que se caiga el cielo sobre tu cabeza.

Y una cosa te lleva a la otra. De la superabundancia de información por tierra, mar y aire a los recuerdos infantiles de cuando en el pueblo solo había luz eléctrica de noche, apenas funcionaban aparatos de radio, no se conocían las teles y los pocos periódicos que llegaban solo te contaban algunas de las cosas que habían pasado, no te las anunciaban. Y a la vera de la lumbre baja, muchas veces iluminada por el carburo, el candil, las velas de rosca o las lamparillas de aceite, la gente hablaba y se contaba historias que los niños seguíamos con los ojos como platos y las orejas enhiestas. Y piensas y te preguntas: ¿cómo sobreviviría aquella gente sin alertas de temporales, sin alarmas, sin mapas de colorines según el grado de peligro, sin siquiera saber qué es, cómo se desarrolla y dónde vive el resto del año una ciclogénesis explosiva? Salían a la calle, miraban el cielo, sopesaban la dirección del viento, sabían si esta o aquella nube había traído agua, hielo o nieve en circunstancia similares. Y pronosticaban: "Viene mucho frío". Y contestaba el otro: "Coño, claro, si estamos en invierno, en pleno enero". Ahora a estas pregonadas inclemencias se les llama "Ana" o "Bruno" y sus vicisitudes nos acompañan mañana, tarde y noche. Y así y todo se presenta un atasco y te deja 18 horas bloqueado a 70 kilómetros de Madrid. Y con todos los adelantos y aparatos inteligentes y listos a tu disposición?incluso en Sevilla, en la casa del director general de Tráfico. Algo pasa.

Puf, por lo menos esto de la ciclogénesis le ha quitado protagonismo por un ratito a Cataluña. Pero lo bueno se acaba pronto. Ya verán.