Los hijos de unos amigos andan cabizbajos porque los Reyes Magos no les han traído tantos juguetes como habían solicitado en unas cartas de extensión casi infinita. Se han cabreado porque ellos esperaban más. No se han conformado con varios juegos para la PlayStation, unos patines, un balón de reglamento, unas espinilleras y unas cuantas, dicen ellos, minucias más. Están acostumbrados a que cada vez que una demanda, sea del tipo que sea, sale por sus bocas, se cumple. Otro tanto ocurre con la hija de una buena amiga: no está satisfecha con la descarga real, que ha sido más que generosa, pero tampoco se había conformado con los excesos de Papá Noel ni con lo que, cada tres por cuatro, aterriza en los cumpleaños o al finalizar el curso, pues la rapaza es una de esas buenas estudiantes que también recibe premios por pasar de curso. Y los chavales de otros compañeros de curre, tres cuartos de lo mismo. Total, entre unos y otros, hoy me lo han puesto fácil para rellenar esta columna de opinión.

La avaricia rompe el saco, decían en mi pueblo y solían repetir mis padres cada tres por cuatro. Aunque eran otros tiempos, tiempos de penurias y de escasez en todos los ámbitos de la vida cotidiana, ¡caray!, lo de ahora es incomprensible. Las demandas de los chiquillos, a la voz de ordeno y mando y con los progenitores obedeciendo por si acaso, dan mucho que pensar. Es una dictadura invisible que hemos asumido como si tal cosa. Que el niño o la niña piden no sé qué, tranquilidad: para eso están los padres, tíos o abuelos, prestos a solventar las reivindicaciones que lleguen a sus oídos. Y si, por casualidad, alguna solicitud no se cumple o simplemente se retrasa unos cuantos días, lo más probable es que la rabieta, el enfurecimiento o la llorera hagan acto de presencia, debiéndose satisfacer cuanto antes para que el chaval o la chavala no se quejen y, ¡quién sabe!, no adquieran una peligrosa depresión por una exigencia insatisfecha a tan corta edad. Pedir, pedir y pedir. Dar, dar y dar. Así está escrito y así debe cumplirse.

En el otro extremo del arco de la vida también he visto chavales y progenitores responsables con la administración de las demandas de sus hijos, no solo ayer, que sí, sino también durante el resto de ocasiones del año cuando se presenta la ocasión. Son ejemplos que dicen mucho de sus protagonistas. Y lo curioso es que las personas de este grupo, en comparación con el anterior, suelen estar mucho más satisfechas con sus vidas, se ven alegres con mucha más facilidad y respiran felicidad por los cuatro costados. Son modelos que todos deberíamos conocer para copiarlos. Sí, digo bien: copiarlos, porque si otros son capaces de gestionar con coherencia y responsabilidad las solicitudes casi infinitas de los chavales, ¿por qué no vamos a ser capaces de hacer lo mismo el resto de los mortales? Si las dictaduras nunca han sido buenas, tampoco lo son las exigencias de esa legión de chavales que solamente saben pedir y que se enfurruñan cuando sus deseos no se atienden. Son, tristemente, los efectos perversos de la dictadura de la dicha.