Pasas más hambre que un maestro de escuela". Esta frase caracterizó durante más de siglo y medio la importancia, la categoría y el valor que se daba a la escuela, base y solidez de los fundamentos de cualquier sociedad. Son tantas las cosas que arrancan de la escuela, que sólo arrancando y partiendo del descuido, del desprecio y del mal trato recibido se puede explicar la mayor parte de los acontecimientos y de los fenómenos ocurridos en nuestra sociedad y que han marcado nuestra historia desde los finales del siglo XIX. No puedo menos de recordar una frase, de las muchas que en aquella célebre "Obra de Gil y Pertusa", libro oficial en nuestras Escuelas Normales, de un presidente de la República Francesa, que decía: "Dadme la escuela y cambiaré a Francia". La escuela, siempre la escuela como bandera. Hoy ha comenzado a ser historia aquella escuela de la segunda mitad del pasado siglo, desde su utillaje a sus estructuras y desde el material escolar al propio sujeto que la llenaba, la justificaba y para el que estaba concebida: el niño. Ya no hay escuelas porque ya no hay niños. El maestro ya no es el ejemplo del que pasa hambre: es un funcionario de carrera. Sigue siendo el último o de los últimos en la escala social, pero todo va unido cuando en una sociedad un valor o un elemento se descompone, pierde vitalidad o deja de cumplir su función en plenitud.

Encerados, pizarras, cuadernos, enciclopedias, mesas, mapas murales, libros de lecciones, libros manuscritos y la grandeza de una unidad temática en todos los órdenes de la escuela. Una labor callada, dura, sin escaparates y sin más meta que la entrega diaria, semana tras semana, curso tras curso, sin más ilusión que la satisfacción del deber cumplido y sentir la satisfacción de ir descubriendo en ese día a día al líder, al que saltaría a los otros niveles, porque su mirada serena, firme y segura avalada por una dedicación sin nieblas ni sombras le iba dictando la evolución de cada alumno.

La escuela del ayer murió hace ya varias décadas, desde el momento en que cayó en manos mercenarias al servicio de intereses bastardos que la han prostituido, la han privado de su verdadero sentido, le han arrebatado esa grandiosa síntesis básica que significaba sus esquemas didácticos y programáticos, base bien fundada y experimentada en todo el territorio.

La escuela ha perdido el rumbo, le han arrebatado la brújula y marcha en manos de malos pilotos navegando en un océano de aguas procelosas, de corrientes peligrosas, después de haberle arrancado al capitán de cada navío, sin haberle recargado de mapas de navegación inútiles, mal realizados y peor orientados, y de haberle arrebatado por inconsciente ignorancia la sencillez de su síntesis, mientras se le envuelve en ese mar de papeles que le pierde, le aburre, le cansa y lo convierte en un esclavo del horario y poco más. Dadme la escuela y cambiaré la sociedad. Privar a esos profesionales con años de experiencia, de aula y de sentido de su tremenda responsabilidad es un atentado contra lo más sagrado de un pueblo: su estabilidad social. Romper esta estabilidad es apostar por cataclismos con torrenteras de líquido rojo y abismos de adiós y de rencores que ni se olvidan ni se perdonan. Si se rompe la escuela, se rompe la sociedad. La exposición sobre la vieja jaula que se muestran estos días en Zamora es una bella y hermosa llamada a la nostalgia, al recuerdo y a la vez a ver más claros los errores que unos y otros hemos cometido. Enhorabuena, pero hay que sacar consecuencias universales, prácticas. Si no eres capaz de leer en los ojos del que se sienta en el pupitre, no sigas; márchate a otro campo.