Confieso que no me gustan los tatuajes, pero he de reconocer que algunos llevo en la piel del alma. Les muestro uno. Vean a un niño de tres años y pico contemplando por vez primera un Nacimiento. La tinta del asombro y el dibujo de aquel montaje navideño siguen ahí, en la epidermis del recuerdo imborrable. Y así me miro retrospectivamente, con aquel deslumbramiento ante lo que no daban crédito mis ojos: un cosmos rural, un mundo repleto de vida que se mostraba a mis ojos infantiles como un todo variado y multiforme en cuanto a gente y geografía, paisaje y personajes. Este era o fue el primer viaje virtual en torno al mundo. Aquel niño tan pequeño que apenas se movía de su barrio a la plazuela, contemplaba el panorama completo de un pueblo a su alcance. Tengo para mi que habiendo nacido en el páramo, la primera idea que tuve de un río con sus meandros y puentes la formé a partir del cauce hecho de espejos y papel de plata en el Belén. Del mismo modo las montañas se me echaron a los ojos como elevaciones de magnitud imposible para un niño de la llana Tierra de Campos. El paisaje tenía vida: gentes de todo oficio y condición caminaban llevando víveres a una familia pobre, otras seguían afanadas en su labor aunque me explicaban que andaban en procura de más viandas para un niño recién nacido en condiciones dignas de lástima. Entre la fascinación de la luz tenue del Portal y la lumbre simulada de los pastores quedé atrapado buscándome en algún sendero de ese Nacimiento al que no le faltaban detalles como los pañales del Niño, tendidos a secar en un corro de césped arrancado de un era. Por si fuera poco, en mi pueblo no faltaban pastores de carne y hueso, y en esa época tampoco la representación de La Pastorada que desde entonces no ha vuelto a escena bajo la cúpula de la iglesia parroquial. Al respecto, el tatuaje sonoro que conservo es el de las campanas tocando a la Misa de gallo.

Pocos años después y en funciones de monaguillo, cuando la misa era en latín, me entretenía mirando las tablas de pintura del altar mayor, más próximas. Una de ellas, la del Nacimiento: una representación solo del Portal donde la cueva no es un establo sino parte de las ruinas de una antigua construcción lujosa. Se acentúa la perspectiva, y en las líneas de fuga aparece un personaje inquietante cubierto con capa y capucha (para mi un espía de Herodes) aunque en realidad se trata de un pastor. El bebé divino no aparece en la cuna del pesebre sino posado en la sábana, que cubre un taburete, con el cuerpo desnudito; pero en una inclinación, para mejor contemplarlo, que nos hace temer por su seguridad.

Con estas dos representaciones tan diferentes de La Navidad crecí sabiendo que, a pesar de la sufrida vida del campo, un niño nació en circunstancias peores, mas con gente humilde dispuesta a socorrerle, como escuché recitar en La Pastorada:

Corderillo divino

eres mi hermano

por mucho que te quiero

uvas te traigo.

Soberano Mesías

Verbo encarnado

azúcar te he traído

porque la he comprado

La Navidad es una tradición cristiana con proyección universal. Por suerte, tengo tatuajes que permanecen para recordarme al niño que fui y al que nos dio ejemplo de valor desde la cuna.

Guardo en el recuerdo una secuencia memorable de la película "Cinema Paradiso". En la escuela del pueblo el maestro está preguntando la tabla de multiplicar a un niño que se atasca en el 5x5. Los compañeros le hacen señas para ayudarle en la respuesta. Cuando el examinado cree haber pillado la solución en los gestos, responde convencido : Navidad.

Mi Christmas tattoo también es una cifra: 25. He explicado por qué la llevo marcada sin tinta. Busquen su cifra. Si la tienen, no precisan tatuaje, como escribe el poeta Walt Whitman: "En todo objeto, montaña, árbol y estrella; en todo nacimiento y vida, parte de cada uno...surgiendo de cada uno...significando detrás de lo aparente, una cifra mística espera oculta."