Como en los tiempos del exilio democrático en París, el jueves pasado, Puigdemont llevó a sus adeptos al corazón de Bruselas, para pedir más y mejor democracia, no ya sólo de España, sino de Europa también. En el largo puente de la Constitución y la Inmaculada, los separatistas aprovecharon el tiempo de ocio y descanso para alzar la voz por la libertad. ¡Europa, escucha, los indepes estamos en la lucha!

Prófugo de la justicia española y rebelde sin causa, pero sobrado de emoción, el expresident no defraudó. Acusó a Juncker de filofranquista por dar su apoyo al franquista Rajoy, presidente de un gobierno democrático con nostalgias totalitarias. "¿Habéis visto en algún lugar del mundo una manifestación como esta para apoyar a delincuentes?" ¿Visteis alguna vez un presidente elegido en las urnas transgrediendo las leyes y conculcando la constitución que juró cumplir y hacer cumplir? Sí, lo vimos. En los libros de historia. "No somos delincuentes, quizá somos demócratas", sugirió, a sabiendas de que no se comportan como tales. Y Joan Comas, insigne de la CUP, denunció indómito la complicidad de las instituciones europeas con la violencia estatal. "¡Europa, despierta!" El lobo acecha a tu puerta.

Los burócratas de Bruselas no entienden la emoción de los pueblos, de las villas y valles del continente, el profundo sentimiento de diferencia que alienta su rica diversidad. Hay que españolizar a Europa, inocular nuestro esencial particularismo en sus genes, para que despierte del sueño de los ignaros. Y los cuarenta y cinco mil españoles separatistas que acudieron a la llamada del prófugo estaban dispuestos a intentarlo. ¡Por una Europa de los pueblos! ¡Por una Europa antifranquista! Libertad, amnistía y estatuto de Autonomía. ¡Qué larga y profunda es la sombra del ciprés!