Durante la tarde de ayer se fueron acumulando tras los oteros cercanos a Zamora nubes oscuras. Llegaban de lejos, rendidas a los vendavales, y allí esperaron agazapadas. Eran cientos. De madrugada, henchidas ya y a punto de reventar, comenzaron a bajar a ras de suelo hasta entrar en la ciudad. Lo hicieron por poniente y desde entonces no ha dejado de llover.

Veo caer la lluvia tras la ventana. Oigo con nitidez su golpeteo inconfundible contra los cristales, sin embargo, percibo un incómodo distanciamiento con la realidad. No acabo de acostumbrarme a esa muralla de agua interpuesta entre mis ojos y las cosas que convierte al mundo en un paisaje incierto y difícil de precisar.

Es como si me hubiesen arrojado en un país desconocido donde a duras penas fuera descubriendo los objetos que lo ocupan. La frutería de la esquina, los semáforos de la avenida, los taxis, las farolas, los charcos en Jiménez de Quesada. Más allá de la ventana, todo me sorprende. Se me hace difícil, incluso, precisar este fuerte olor a tierra mojada que sube del parque. Son otras las formas, diferentes las geometrías en un espacio, hasta ayer, inamovible. Estoy ante un mundo sin certezas. Frente a frente, bajo un aguacero interminable.

Sigue lloviendo. Con los compactos nubarrones la ciudad entera, desde San José Obrero hasta Los Bloques, ha cambiado su fisonomía. Cobró un color como de pergamino viejo y la estación del ferrocarril, en la parte baja de Las Viñas, se ha transformado en el fondo difuso de un lienzo con tintes costumbristas. Llueve con fuerza.

Permanezco en la ventana. Contemplo, absorto, los caprichosos garabatos que sobre los cristales dibuja la lluvia sesgada por el viento. Me invaden los recuerdos y es entonces que experimento la extraña sensación de que las gotas de agua son una metáfora de la propia existencia. Sí. Las miro y se me parecen.

Sin consistencia. Fugaces. Condenadas, al punto de caer sobre el asfalto, a la dispersión y al olvido.