El gran etnógrafo español o el juglar sabio, como lo definía hace algún tiempo el titular de un periódico nacional recibe hoy el pequeño, cálido y emotivo homenaje que discípulos, amigos y seguidores le van a dar en el Teatro Principal. Allí estaremos, agradecidos, disfrutando de la esencia que destila toda una vida de trabajo en torno a los nervios que nutren y conforman nuestra cultura como pueblo.

Joaquín Díaz decidió un día pasar de las tablas al trascenio (paradójica palabra hablando de nuestra cultura que la RAE no acoge al lado de su complementaria proscenio, mientras admite backstage) y sumergirse con la pasión del arqueólogo a limpiar con su pincel el polvo con el que los años han ido ocultando nuestras raíces. Con la pulcritud del cirujano a discernir líneas principales y adherencias provenientes de toda influencia en este plasma que nos hace humanos, nos permite avanzar y al que llamamos cultura.

Sostiene Claude Lévi-Strauss, antropólogo de referencia mundial, que toda sociedad puede distribuir las culturas en tres categorías: las que son sus contemporáneas, pero residen en otro lugar del globo; las que se han manifestado aproximadamente en el mismo espacio, pero la han precedido en el tiempo, y aquellas, que han existido a la vez en un tiempo anterior al suyo y en un espacio diferente de aquel donde ella reside.

En todas las categorías existen elementos que se repiten indefectiblemente. Dos de ellos son la tradición oral y la existencia de música en el lenguaje, el ritmo en las palabras y melodía en las composiciones. No hay cultura sin sus canciones, que surgen del pueblo, quizás guarecido alrededor de un fuego en invierno, reunido en una celebración comunitaria o evocando mitos, ritos y gestas -recuerdo cómo disfruté leyendo un prólogo de Agustín García Calvo a una edición de la gran epopeya finlandesa que es el Kalevala, completamente diferente y a la vez idéntica a las gestas de cualquier otra cultura-. Así se van trasladando de generación en generación, de boca a oído, hasta desaparecer en la bruma del tiempo por mucho que de ellas hayan surgido otras que continúen la eterna travesía.

La cultura, como la historia, es acumulativa, no estática. Sobre unas capas de sedimentos se van instalando otras que son las que vemos en la superficie de nuestra contemporaneidad. Desandar el camino, hurgar en los restos para tirar del hilo es recuperar el conocimiento de nuestro código genético social. Dice la antropología que la cultura es a las sociedades lo que la personalidad al individuo. Joaquín Díaz es, pues, en su trabajo de décadas, en su recuperación del pasado que va mucho más allá de las canciones, el juglar sabio que nos hace sabios. Que nos permite recordarnos como éramos y por lo tanto sabernos como somos.

Todo pasado es una trenza de miles de circunstancias, casualidades y causalidades, retorcidas por el recuerdo, que nos hacen hoy ser lo que somos. Te recuerdo como eras en el último otoño, escribió Neruda.

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