En tiempos del reinado de Felipe II, corriendo los años de 1590 y algunos más, mientras el monarca reclamaba hombres y medios para hacer frente a la guerra en que nos tenía enzarzados con los ingleses y el vecino país de Portugal , en nuestros campos se sentía la falta de brazos que los cultivaran, la población disminuía por los muchos soldados que perdían la vida en la batalla. Llegó el año de 1595 y las escasas cosechas obligaron al Ayuntamiento de Zamora a distribuir el trigo por parroquias y por familias, subiendo el precio de la libra de pan a dieciséis maravedíes, que era el cuádruplo de los años anteriores; poco después subió a veinticuatro.

Siguieron otros dos años en que, abrasada la tierra por una sequía prolongada y arrebatados los escasos frutos por la plaga de la langosta el hambre hacía estragos en las gentes.

De Galicia y de Portugal vino un inmenso gentío que se moría de hambre, con lo que el municipio, los conventos y los caballeros de la nobleza agotaron sus recursos sin que alcanzaran a remediar tanta necesidad.

Andaba la gente por las calles de la ciudad clamando auxilio, en el campo se comía salvados y hierbas. Al horror del hambre siguió el de la peste, produciendo espanto en los más animosos y atribulando a los regidores abrumados por el peso de tanta calamidad.

Era inútil pedir auxilio al gobierno de la Nación. La Corte tenía su atención puesta en la guerra, se preocupaba entonces de la armada inglesa, que amagaba las costas de Portugal, y respondía a los lamentos de nuestra exhausta tierra requiriendo servicios extraordinarios, aumentando los tributos y estableciendo en Zamora una aduana que nunca había existido. Hasta dio orden apremiante de remitir a Portugal sesenta mil fanegas de trigo y doce mil de cebada, y pedían soldados, más soldados, que todos eran pocos para atender al conflicto.