Hace poco, un conocido profesor de matemáticas de la Universidad de León se cansó de que sus alumnos se quejaran de que sus exámenes eran muy difíciles y ofreció repetirles el examen al buen puñado de suspensos que había publicado en las actas de un parcial. Ni que decir tiene que los chavales estuvieron encantados por la nueva oportunidad.

El problema llegó cuando les puso el mismo examen al que se habían enfrentado sus compañeros de 2007. La masacre fue épica.

Al tipo le hizo gracia el asunto y a todos, aprobados y suspensos, les planteó resolver en clase el mismo examen que sus compañeros habían respondido en 1997. Era sólo un experimento, pero aprobaron dos. El profesor dijo entonces que no podía ponerles un examen de 1987, porque entonces no era aún profesor, pero les ofrecía uno de 1989, si querían probar. La espantada fue como si hubiese dicho que soltaba un cocodrilo en el aula.

Parecer ser que no es la primera vez que en León y otras universidades se realiza una prueba semejante, y el resultado es siempre el mismo: homérico batacazo.

¿Qué ha podido suceder para que el nivel de exigencia haya caído tanto en veinte o treinta años? ¿Por qué los estudiantes no son, a menudo, ni lejanamente capaces de superar los exámenes que aprobaban sus padres o sus hermanos más mayores?

Según mi propia experiencia, y la de gente con la que he hablado del asunto, hay principalmente cuatro razones:

1- Base deficiente. El bachillerato español era excelente, pero la implantación de métodos de evaluación que consideran fracaso el suspenso y el abandono escolar, pero no la ignorancia, hacen que se presione a los centros a aprobar más y antes, para evitar gasto y frustración. No se trata de que los alumnos sepan más, sino de que todo el mundo salga con un título, independientemente de cual sea su contenido. Luego, cuando se llega a la Universidad, se nota que se ha igualado por abajo.

2- La propia estructura de las carreras, evaluadas ahora mediante trabajitos y trabajines (para los que hay todo un mercado en Internet) y una evaluación continua que premia la participación, la asistencia y la simpatía por encima del manejo de conceptos.

3-La competencia entre universidades para atraer a un número cada vez más escaso de alumnos. La estructura demográfica es implacable. Cada vez hay menos jóvenes y las universidades temen vaciarse, con lo que compiten entre ellas a la baja, especialmente en ciertos títulos, para atraer alumnos con la promesa de que obtendrás el título rápidamente y sin dolor. Quien exige, ve como sus matrículas migran, y el profesor recibe un toque de arriba en poco tiempo, o se lo da él mismo, al temer la desaparición de alguna de las asignaturas (especialmente optativas) que estaba impartiendo.

-4-Indiferencia ante el resultado. Este es probablemente el problema más cínico y que he escuchado de los más viejos. Cuando los profesores sabían que sus alumnos iban a ir a trabajar al mundo real armados con los conocimientos adquiridos, se preocupaban de la consistencia de estos conocimientos. Ahora han decidido que en lugar de filtrar a la gente en la Universidad, ya la filtrarán en las empresas, convirtiendo en cajeros, reponedores y trabajadores precarios a un porcentaje enorme de los titulados que salen cada año. ¿Para qué vas a machacar a estudiar a gente que de todos modos nunca tendrá un trabajo relacionado con lo que estudia?

A este paso, según dicen, la duración de las carreras se seguirá reduciendo y el que de veras quiera una formación puntera, se la tendrá que pagar. Elitismo y privatización del conocimiento, seguramente, pero como está disfrazada de trato clemente en un mundo blandito, casi todo el mundo calla y mira para otro lado.