El bárbaro crimen de los yihadistas en la mezquita Al Rauda, en el norte del Sinaí, ha dejado en segundo plano la noticia de la cruel operación esclavista en Libia. La misma revista "Jeune Afrique", con sede en París, ha pasado de puntillas sobre la venta de esclavos negros a unos 400 euros por cabeza, más barato que un carnero. Los hechos sucedieron en agosto, pero lo difundieron hace poco algunos periodistas de la CNN. De no ser por ellos, no nos hubiéramos enterado de este mercado, ni de las humillaciones que sufren centenares de negros, originarios en su mayoría de Níger, Malí, Burkina Faso y Costa de Marfil, que llegaron a Libia para intentar subirse a una barca con destino a las costas europeas.

Se ha asegurado que actualmente hay en el mundo 40 millones de esclavos. Sabíamos que durante la trata de esclavos fueron arrancados de África unos veinte millones de esclavos y que la esclavitud no fue abolida en Mauritania hasta 1981. Pero nunca habíamos visto en imágenes reales la subasta de negros al mejor postor, y nadie podía imaginar que sucedería en el siglo XXI. Esto es lo que ha ocurrido en un barrio a las afueras de Trípoli.

Antiguamente, durante la trata de esclavos, los negros eran capturados en grandes redadas y llevados a las costas para ser embarcados hacia los países árabes y América. Quedan aún algunas fortalezas testigos de esta afrenta contra la humanidad, como la de San Juan Bautista en Ouidah (Benín) y la de Gorea (Senegal), conocida como Casa de los esclavos. Tuve la ocasión de verlas en mis viajes por África y confieso que por primera vez en mi vida sentí una inmensa vergüenza de ser occidental y blanco.

En la actualidad, no existen razzias, pero sí mercaderes. Son los mismos negros quienes, para huir del hambre y de las guerras, emprenden una larga y dura travesía hasta las costas del norte de África con la esperanza de poder vivir con dignidad. Algunos consiguen llegar sobre todo a España e Italia, otros mueren en la travesía, todos tienen que pagar un cuantioso peaje a las mafias que organizan el traslado.

Casi nadie se detiene a analizar, cuando suceden estas tragedias humanas, por qué tantas personas salen de sus países para llegar a las costas norteafricanas e intentar llegar a Europa. A esos inmigrantes les hemos puesto ya algunos adjetivos descalificadores, como indocumentados e ilegales. No se quiere aceptar que son personas humanas y que esa es su auténtica seña de identidad.

Asegura Homero en la Odisea por boca de Nausica: "Todos los pobres y forasteros son de Zeus". Menelao dice a Telémaco y Pisístrato cuando estos llegan a su palacio buscando cobijo: "Tomad manjares, refocilaos, y después que hayáis comido os preguntaremos cuáles sois de los hombres"; o, como dicen otras traducciones menos literales, "quiénes sois". Esto se escribió 900 años antes de Cristo, es decir, hace casi tres mil años.

Este sentido sagrado de la hospitalidad se ha perdido hace muchos siglos, sofocada por un mercantilismo atroz que se suele ensañar con los más desfavorecidos, como ha ocurrido en Libia, un país cuarteado por la inestabilidad desde la caída del déspota Muammar El Gadafi, hace poco más de seis años.

La subasta de negros es la cara más oscura de la barbarie humana y nos sacude la conciencia; pero son muy pocos los que están dispuestos no solo a denunciar, sino incluso a impedir que se construyan más barreras para poner fin al tráfico de seres humanos. A poco que nos humanicemos, comprenderemos que en este mundo hay espacio para todos: altos, bajos, blancos y negros. Pero, eso sí, hay que controlar más de cerca a los inhumanos subastadores de personas.