Finalmente, el general Ratko Mladic, el que fuera comandante militar de las fuerzas serbias en Bosnia, ha sido condenado a cadena perpetua por el Tribunal Penal para la Antigua Yugoslavia (TPIY) por los crímenes cometidos en Srebrenica (8.000 musulmanes asesinados), por el secuestro de varios integrantes de la ONU y por el sitio de Sarajevo (donde se produjeron 10.000 muertos). Con 74 años y muchos problemas de salud, parecía mentira que, por fin, pudiera cerrarse un círculo importante de unos hechos ocurridos en los años 90. Sin embargo, la justicia es lenta, tal vez, demasiado lenta a tenor de las implicaciones políticas que comportó su detención (fue protegido en Serbia durante años) y su posterior encausamiento. Y ahí, en este terreno difícil y complejo es donde la humanidad debería aprender de sus errores.

La sentencia, después de todo, ha dejado, en la paradoja, un poco insatisfechas a muchas partes. Solo los bosnios musulmanes sienten cierto alivio, pero no así los serbiobosnios que consideran que fue un "héroe", tampoco los croatas están muy de acuerdo con el hecho de que solo se le imputaran los crímenes cometidos en Bosnia y no los que lideró contra el pueblo croata. Y, así mismo, para la Asociación de Mujeres Víctimas de la Guerra, el que uno de los cargos fuera por genocidio en la ciudad de Srebrenica se quedaba corto. En cambio, para los serbiobosnios es excesivo que se haya calificado como tal, como mucho sería matanza.

Las guerras crean héroes y antihéroes. Pero lo más desacertado radica en menoscabar la crudeza y singularidad de los hechos. Para la familia de Mladic, con el tiempo se escribirá la verdad sobre el general. Sin embargo, lo que sí tenemos claro es que en la extinta Yugoslavia el proceso de desintegración política que se dio vino acompañado por una rabia ultranacionalista que provocó unos crímenes impropios de una sociedad civilizada. Y que la visión que cada parte tenga de ello no puede minusvalorar la responsabilidad que tuvieron personajes como Ratko Mladic, Slobodan Milosevic, Radovan Karadzic, el general croata Ante Gotovina o el comandante de las fuerzas musulmanes, Naser Oric, en unos actos bárbaros contra una población civil indefensa por motivos de odio religioso, identitario o étnico.

Pero aunque, por fin, se haya condenado a uno de los últimos de los grandes artífices de tales hechos, lejano el eco de aquellos disparos, muchas personas no son conscientes del horror provocado y los siguen defendiendo. Desde luego, nada de esto hubiese sucedido si ningún soldado ni individuo hubiese acatado las brutales órdenes impartidas que no eran para la defensa o la protección de la sociedad civil sino para cometer asesinatos. Las matanzas parecen impensables hasta que suceden. Películas como Antes de la lluvia (1994), que valora con sutil rigor el origen de la guerra, la tremenda En tierra de nadie (2001), un filme antibelicista de aguda reflexión, la fuerte Las flores de Harrison (2000), que nos desvela no solo el horror sino la incredulidad de que esto pudiera suceder, y las desgarradoras Savior (1998) o En tierra de sangre y miel (2011), que retratan las políticas de violaciones y humillaciones contra las mujeres, son testimonios en vivo de la naturaleza no solo homicida sino salvaje y cruel de los seres humanos contra sus semejantes. Y nos muestran como una línea invisible nos impide valorar que ningún crimen y acto de esta naturaleza está justificado en nombre de un bien mayor, ya que solo provoca una espiral de venganza y horrores inimaginables.

El hecho de que para los serbiobosnios Mladic sea un héroe y que estimen que Srebrenica fue una matanza y no un genocidio es sumamente revelador de la incapacidad que tenemos de ver al otro. Lo mismo se podría decir del proceso contra militares croatas y musulmanes. Sin embargo, hay que poner el acento en la política ultranacionalista serbia que, a la postre, fue la que desató tal infierno. De haber procedido a actuar de otro modo, de no haber sacado los tanques a la calle y haber permitido un proceso de independencia pacífico de las diferentes repúblicas yugoslavas, tal vez, esta espiral de violencia no se habría dado.

Sarajevo, la gran ciudad del Adriático, representaba la convivencia de tres culturas religiosas diferentes, y la guerra acabó por convertir en un símbolo trágico su ruptura. Pensar en las consecuencias ayudaría a desactivar los odios, no solo se tratar de juzgar a los responsables más importantes, sino de asumir las culpas propias. Exonerar, minimizar la tragedia o ya refugiarse en su entidad como grupo no sirven para explicar cómo se llegó a esto y de qué manera podríamos evitarlo de nuevo. El odio es un sentimiento irracional que, de hecho, inhumaniza a las personas y las hace creer que están actuando bien cuando, en realidad, lo que están cometiendo es un crimen abominable.

Tristemente, la justicia no calma ni sutura las heridas por completo. Si el proceso de Núremberg contra la jerarquía nazi fue testigo de cómo se condenaba a un régimen atroz y surgió, a raíz de ello, una legislación internacional que pretendía evitar que un Estado pudiera actuar con impunidad, ha sido la capacidad de los alemanes por reconocer su propia vergüenza lo que traído consigo que la sociedad europea avanzara en la dirección correcta. Y eso que los crímenes que el nazismo impulsó en su nombre fueron los más espantosos a los que se ha consagrado jamás un país. Por ello, sin entrar en comparativas, serbios, croatas, musulmanes, etc., han de mirarse a sí mismos y entender que los crímenes que se cometieron en su nombre no tienen cabida en este mundo nuestro. Y que el TPIY, mejor o peor, con esta sentencia, ha sabido restablecer un principio de justicia universal que debería ayudarnos a entender mejor lo sucedido. El mal no es una abstracción, nace del ser humano, de su capacidad por infligir un daño frío y calculado a otro ser humano. Aprendamos tal dura lección.

( *) Doctor en Historia Contemporánea