El hasta ahora dirigente más longevo del mundo, Robert Mugabe, se ha visto obligado a dejar el poder, el pasado día 21, pocas horas antes de que se celebrara una sesión en el Parlamento para exigir su dimisión. Tiene 93 años y era presidente de Zimbabue desde 1980. El pasado día 14 de este mismo mes, el Ejército ocupó Harare, la capital de Zimbabue, y al día siguiente Mugabe y su esposa Grace Marufu, de 52 años, fueron detenidos en el palacio presidencial.

El detonante del golpe fue la destitución, el 6 de noviembre, del vicepresidente de Zimbabue, Emmerson Mnangagwa, jefe también de los Veteranos de Guerra. Es actualmente el presidente interino y será el candidato del partido de la Unión Nacional Africana de Zimbabue-Frente Patriótico en las elecciones presidenciales del próximo año. La destitución de Mnangagwa fue una maniobra de la esposa de Mugabe para ser ella la candidata a las elecciones. Fue un ambicioso órdago, perdió la partida y Robert Mugabe ha tenido que beber el amargo cáliz de la dimisión, aunque él mismo había repetido en varias ocasiones que solo Dios le obligaría a dejar el poder.

Creo que Mugabe se resistió a dimitir para negociar una salida digna. Es probable que se haya alcanzado un acuerdo y se garantice su impunidad y el de su esposa, que ha manejado a Mugabe durante los últimos años. De todos modos, se ha eclipsado la rutilante figura de un dirigente africano que la OMS (Organización Mundial de la Salud) llegó a nombrar embajador de buena voluntad el pasado mes de octubre; se vio obligada a revocar el nombramiento ante la oleada de críticas recibidas por los partidos zimbabuenses de la oposición y por varias organizaciones de derechos humanos. "Escuché cuidadosamente a todos los que expresaron sus preocupaciones", subrayó el presidente de la OMS, el eritreo Teodros Adhanom Ghebreyesus.

Esta revocación fue un anticipo del declive de un político que llegó a gozar de gran aprecio dentro y fuera de África por su lucha contra el racismo en la antigua Rhodesia. Esta beligerancia le costó la cárcel durante diez años. Cuando se produjo la independencia de Zimbabue, en noviembre de 1980, fue elegido primer ministro y, siete años después, presidente del país.

Los primeros años de gobierno fueron bastante aceptables, si exceptuamos la persecución del pueblo ndebele con la colaboración de milicianos norcoreanos; entre 1984 y 1987 hubo más de 20.000 muertos, que entonces algunos consideraron un genocidio.

El mayor problema que deja Robert Mugabe es el de una economía desastrosa. Zimbabue ha ostentado el mayor récord se inflación del mundo, lo que obligó a acuñar billetes de 100 billones de dólares zimbabuenses. El dólar zimbabuense llegó a valer 1,59 dólares americanos. Cuando visité Zimbabue en 1990 la cotización era de tres dólares zimbabuenses por 1 dólar americano. Zimbabue era entonces un gran productor y exportador de maíz, tabaco y excelente carne de vacuno. Vi en una gran explanada de Gokwe decenas de miles de toneladas de maíz apiladas para la exportación.

Esta hecatombe económica sobrevino después de la expropiación de granjas a los blancos a principios del año 2000, para repartirlas a los Veteranos de Guerra. El país tuvo que importar alimentos. Otro factor del desastre económico fue la participación del Ejército de Zimbabue en la llamada segunda guerra de Congo (1998-2003) para apoyar al presidente congoleño Lauren-Desiré Kabila. Hubo 10.000 soldados zimbabuenses al mando del general Vitalis Zvinavshe. Este general se convirtió en uno de los mayores accionistas de la empresa Zvinavshe Transport, encargada de transportar el material bélico comprado por Kabila a la Zimbabue Defense Industries por valor de 50 millones de dólares.

A pesar de estos desastres, Mugabe mantuvo más que la admiración la devoción de la mayoría de sus ciudadanos. En el verano de 1990, vi en la televisión de Harare la vuelta de Mugabe de una visita al extranjero. En el aeropuerto le estaba esperando el gobierno en pleno. Mientras descendía por la escalerilla del avión, todos se arrodillaron, dieron unas palmadas en señal de respeto e inclinaron la cabeza, como si llegara el mismísimo Redentor.

La caída de Robert Mugabe pone fin a una saga de dirigentes africanos endiosados con la etiqueta de "padres de la patria", pero que en realidad han amasado una cuantiosa fortuna a costa del empobrecimiento de la mayoría de la población.